[...] «Entré en el museo cuando me tocó el turno, seguido de varios centenares de personas. En el interior no se podía dar un paso y el griterío era ensordecedor. Atravesé la masa como pude, llegué a la salida y me fui. Es raro pero es así: los cines están vacíos y los museos, a rebosar. Es el público quien decide, y como dicen en mi tierra: el que paga, manda.[...]
Probablemente alguna de estas personas sacará provecho intelectual o emocional de la movida, pero la mayoría sólo regresará a casa derrengada, confusa y con un montón de fotos que no verá nadie, ni siquiera su autor y principal protagonista. Si en un futuro lejano eruditos alienígenas estudian la vida en la Tierra a partir de esta cantidad astronómica de fotos, llegarán a la conclusión de que fuimos una raza enloquecida, que se afanaba por perpetuar el momento en lugar de sacarle partido y que pasaba de largo por la vida, colgando las vivencias en la nube. Sé que estoy diciendo tonterías. El juicio de unos hipotéticos alienígenas es otro tópico del que hemos de guardarnos. Es cierto que hacer fotos para inmortalizar un momento lo convierte en un momento no vivido, sino sólo retratado, pero tampoco es esta la cuestión.
Los turistas no hacen fotos por razones existenciales, sino para aplazar la contemplación de lo que están viendo. Están inmersos en un viaje enfebrecido y se han imbuido de un ritmo frenético que les impide pararse a degustar lo que tienen delante. De modo que le echan unas fotos y piensan: ya lo veré luego, ahora sigamos y que no pare la conga. Los lienzos de la exposición que visité con tan poca fortuna, y todos los cuadros del mundo, piden justamente lo contrario. Para ver una obra de arte sólo hace falta tener los ojos en buen estado. Para apreciarla se necesita, además, un mínimo de sensibilidad y también un poco de iniciación a la materia. Pero para que la experiencia cale hondo hace falta una cosa más: atención. Y en la vida que llevamos, ni el tiempo ni el dinero nos alcanzan para poner atención a nada. Una foto y hasta luego».
Enlace: Una foto
He tenido muchas veces la sensación que tan bien describe Eduardo Mendoza. El fenómeno se ha disparado mucho en los últimos años, con la universalización de los móviles y demás aparatejos capaces de fotografiar sin demasiados prolegómenos... Desde luego, toda esta locura en torno a los móviles tiene más miga de lo que parece y se presta a una reflexión seria.
ResponderEliminarEl Tapir
Con la universalización de los móviles, de los vuelos de bajo coste,con la mercantilización del arte como carnaza para llenar los tours turísticos. A veces uno se vuelve clasista y le indigna la presencia de toda esa gentuza mancillando lugares "sagrados" sin el más mínimo respeto, ni competencia alguna para hacerlo ni el más mínimo interés en ello más que el poder acreditar que se ha estado allí. Todo tiempo pasado fue mejor, se dice como lugar común, pero en este caso es cierto: ir a un museo hace unos años era otra cosa porque solías encontrar únicamente gente interesada y respetuosa.
EliminarActualmente la medida más juiciosa es la del comedido Mendoza (podría ser mucho más duro pero es políticamente incorrecto, la socialización de la cultura y todas esas mandangas...) marchando con viento fresco si el ambiente que te encuentras es ese (o, directamete, no ir y comprar unas cuantas diapositivas en la tienda del museo donde venden toda esa mierda de bibelots).
Yo diría que, con cámara y sin cámara, hay, y ha habido siempre, distintas formas de viajar y viajeros de muy distinto pelaje. Cuestión de sensibilidades, como apunta Mendoza, y de motivaciones, claro.
ResponderEliminarEl artículo me ha recordado una película de Tati "Playtime". Magnífica.