Ya que estamos en ello, sigamos con premios. Tal día como hoy, hace cuarenta años, el 21 de octubre de 1982, se le otorgó el premio Nobel a Gabriel García Márquez, la verdad es que muy merecidamente. La ideología es una cosa y la literatura es otra, afortunadamente. A G.U. se la trae al pairo la primera si le gusta la segunda, como es el caso.
Estuvo seis años viviendo en Barcelona, de 1969 a 1975, cuando ésta era una ciudad abierta y cosmopolita, que acogía sin problema a intelectuales y artistas de toda procedencia. El hombre era un habitual de Cadaqués, donde se solía reunir la gente de la denominada "gauche divine". Un pueblo precioso, sobre todo en la época en que fue escrito el cuento, pero que antes y ahora tenía y tiene un enemigo muy temible: ¡la tramontana! (G.U. lo sabe porque la padeció en bastantes ocasiones allá por los años setenta, y al parecer García Márquez también, por eso se fue de allí para no volver). Según escribe en el cuento del que hablaremos luego, se trata de: «un viento de tierra inclemente y tenaz, que según piensan los nativos y algunos escritores escarmentados, lleva consigo los gérmenes de la locura».
Eliseo Meifrén (1859-1940), Cadaqués; Es Piló de la platja i ses voltes d'es Podritxó. 1899. Óleo sobre tela. Colección particular |
No, no vamos a hablar aquí del archiconocido comienzo de Cien años de soledad («Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo»). Tampoco a reproducir ningún fragmento de alguna otra de sus novelas sino el inicio de un breve cuento llamado "Tramontana", que acabó de escribir en 1982 pero que se gestó un tiempo antes. Se publicó en una recopilación que hizo el autor, titulada Doce cuentos peregrinos, que editó Mondadori en 1992.
[Lo ilustramos con una obra de Eliseo Meifrén, un pintor excelente, que visitó Cadaqués por primera vez en 1886. A partir de entonces ese lugar se convertirá en uno de los principales escenarios de su pintura].
«Lo vi una sola vez en Boccacio, el cabaret de moda en Barcelona, pocas horas antes de su mala muerte. Estaba acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de llevárselo a las dos de la madrugada para terminar la fiesta en Cadaqués. Eran once, y costaba trabajo distinguirlos, porque los hombres y las mujeres parecían iguales: bellos de caderas estrechas y largas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de veinte años. Tenía la cabeza cubierta de rizos empavonados, el cutis cetrino y terso de los caribes acostumbrados por sus mamás a caminar por la sombra, y una mirada árabe como para trastornar a las suecas, y tal vez a varios de los suecos. Lo habían sentado en el mostrador como a un muñeco de ventrílocuo, y le cantaban canciones de moda acompañándose con las palmas, para convencerlo de que se fuera con ellos. Él, aterrorizado, les explicaba sus motivos. Alguien intervino a gritos para exigir que lo dejaran en paz, y uno de los suecos se le enfrentó muerto de risa. -Es nuestro -gritó-. Nos lo encontramos en el cajón de la basura. Yo había entrado poco antes con un grupo de amigos después del último concierto que dio David Oistrakh en el Palau de la Música, y se me erizó la piel con la incredulidad de los suecos. Pues los motivos del chico eran sagrados. Había vivido en Cadaqués hasta el verano anterior, donde lo contrataron para cantar canciones de las Antillas en una cantina de moda, hasta que lo derrotó la tramontana. Logró escapar al segundo día con la decisión de no volver nunca, con tramontana o sin ella, seguro de que si volvía alguna vez lo esperaba la muerte. Era una certidumbre caribe que no podía ser entendida por una banda de nórdicos racionalistas, enardecidos por el verano y por los duros vinos catalanes de aquel tiempo, que sembraban ideas desaforadas en el corazón». [...] |
Spoiler: los suecos se lo llevaron al fin para acabar la fiesta en Cadaqués, pero el hombre, «despavorido por la inminencia del regreso, aprovechó un descuido de los suecos venáticos y se lanzó al abismo desde la camioneta en marcha, tratando de escapar de una muerte ineluctable». ¡Caramba con Cadaqués y la tramontana!