«El portal, largo, obscuro, mal oliente, era más bien un corredor angosto, a uno de cuyos lados estaba la portería. Al pasar junto a esta última, si se echaba una mirada a su interior, ahogado y repleto de muebles, se veía constantemente una mujer gorda, inmóvil, muy morena, en cuyos brazos descansaba un niño enteco, pálido y larguirucho, como una lombriz blanca. Encima de la ventana, se figuraba uno que, en vez de «Portería», debía poner: «La mujer cañón con su hijo», o un letrero semejante de barraca de feria. Si a esta mujer voluminosa se la preguntaba algo, contestaba con una voz muy chillona, acompañada de un gesto desdeñoso bastante desagradable. Se seguía adelante, dejando a un lado el antro de la mujer-cañón, y a la izquierda del portal, daba comienzo la escalera, siempre a obscuras, sin más ventilación que la de unas ventanas altas, con rejas, que daban a un patio estrecho, de paredes sucias, llenas de ventiladores redondos. Para una nariz amplia y espaciosa, dotada de una pituitaria perspicaz, hubiese sido un curioso sport el de descubrir e investigar la procedencia y la especie de todos los malos olores, constitutivos de aquel tufo pesado, propio y característico de la casa. | Pío Baroja, pintado por Sorolla en 1915 |
El autor no llegó a conocer los inquilinos que habitaban los pisos altos; tiene una idea vaga de que había dos o tres patronas, alguna familia que alquilaba cuartos a caballeros estables, pero nada más. Por esta causa el autor no se remota a las alturas y se detiene en el piso principal. En éste, de día apenas si se divisaba, por la obscuridad reinante, una puerta pequeña; de noche, en cambio, a la luz de un farol de petróleo, podía verse una chapa de hoja de lata, pintada de rojo, en la cual se leía escrito con letras negras: «Casiana Fernández». A un lado de la puerta colgaba un trozo de cadena negruzco, que sólo poniéndose de puntillas y alargando el brazo se alcanzaba; pero como la puerta estaba siempre entornada, los huéspedes podían entrar y salir sin necesidad de llamar. Se pasaba dentro de la casa. Si era de día, encontrábase uno sumergido en las profundas tinieblas; lo único que denotaba el cambio de lugar era el olor, no precisamente por ser más agradable que el de la escalera, pero sí distinto; en cambio, de noche, a la vaga claridad difundida por una mariposa de corcho, que nadaba sobre el agua y el aceite de un vaso, sujeto por una anilla de latón a la pared, se advertían, con cierta vaga nebulosidad, los muebles, cuadros y demás trastos que ocupaban el recibimiento de la casa. Frente a la entrada había una mesa ancha y sólida, y sobre ella una caja de música de las antiguas, con unos cilindros de acero erizados de pinchos, y junto a ella una estatua de yeso: una figura ennegrecida y sin nariz, que no se conocía fácilmente si era de algún dios, de algún semidiós o de algún mortal. En la pared del recibimiento y en la del pasillo se destacaban cuadros pintados al óleo, grandes y negruzcos. Un inteligente quizá los hubiese encontrado detestables; pero la patrona, que se figuraba que cuadro muy obscuro debía de ser muy bueno, se recreaba, a veces, pensando que quizá aquellos cuadros, vendidos a un inglés, le sacarían algún día de apuros. Eran unos lienzos en donde el pintor había desarrollado escenas bíblicas tremebundas: matanzas, asolamientos, fieros males; pero de tal manera, que a pesar de la prodigalidad del artista en sangre, llagas y cabezas cortadas, aquellos lienzos, en vez de horrorizar, producían una impresión alegre. Uno de ellos representaba la hija de Herodes contemplando la cabeza de San Juan Bautista. Las figuras todas eran de amable jovialidad; el rey, con una indumentaria de rey de baraja y en la postura de un jugador de naipes, sonreía; su hija, una señora coloradota, sonreía; los familiares, metidos en sus grandes cascos, sonreían, y hasta la misma cabeza de San Juan Bautista sonreía, colocada en un plato repujado. Indudablemente el autor de aquellos cuadros, si no el mérito del dibujo ni el del colorido, tenía el de la jovialidad. A derecha e izquierda de la puerta de la casa corría el pasillo, de cuyas paredes colgaban otra porción de lienzos negros, la mayoría sin marco, en los cuales no se veía absolutamente nada, y sólo en uno se adivinaba, después de fijarse mucho, un gallo rojizo picoteando en las hojas de una verde col. A este pasillo daban las alcobas, en las que hasta muy entrada la tarde solían verse por el suelo calcetines sucios, zapatillas rotas, y, sobre las camas sin hacer, cuellos y puños postizos. Casi todos los huéspedes se levantaban en aquella casa tarde, excepto dos comisionistas, un tenedor de libros y un cura, los cuales madrugaban por mor del oficio, y un señor viejo, que lo hacía por costumbre o por higiene. El tenedor de libros se largaba a las ocho de la mañana sin desayunarse; el cura salía in albis para decir misa; pero los comisionistas tenían la audaz pretensión de tomar algo en casa, y la patrona empleaba un procedimiento muy sencillo para no darles ni agua: los dos comisionistas comenzaban su trabajo de nueve y media a diez; se acostaban muy tarde, y encargaban a la patrona que les despertase a las ocho y media; ella cuidaba de no llamarles hasta las diez. Al despertarse los viajantes y ver la hora, se levantaban, se vestían de prisa y escapaban disparados, renegando de la patrona. Luego, cuando el elemento femenino de la casa daba señales de vida, se oían por todas partes gritos, voces destempladas, conversaciones de una alcoba a otra, y se veía salir de los cuartos, la mano armada con el servicio de noche, a la patrona, a alguna de las hijas de doña Violante, a una vizcaína alta y gorda, y a otra señora, a la que llamaban la Baronesa. La patrona llevaba invariablemente un cubrecorsé de bayeta amarilla; la Baronesa, un peinador lleno de manchas de cosmético, y la vizcaína, un corpiño rojo, por cuya abertura solía presentar a la admiración de los que transitaban por el corredor una ubre monstruosa y blanca con gruesas venas azules... Después de aquella ceremonia matinal, y muchas veces durante la misma, se iniciaban murmuraciones, disputas, chismes y líos, que servían de comidilla para las horas restantes». |