lunes, 29 de abril de 2024

No inquietarse. No hablamos de Sánchez, sino de Baroja

No, no se lo piensen. Hoy no vamos a glosar —tiempo habrá de hacerlo— la aclamada vuelta de nuestro líder, ese sujeto "profundamente enamorado de su mujer", con ese montón de personas aparentemente adultas, reuniéndose para venerar a su líder, como si de una secta se tratase. Un escalón superior a «estar enamorado» a secas, cierto, pero más liviano que «estar perdidamente enamorado» y muy inferior a «estar locamente enamorado». Se nos ha quedado a medias.


No sabemos qué pensaría Baroja de todo este festival montado por el señor Sánchez, aunque uno puede imaginar la carita que pondría. Era un descreído total, tal cual. Hoy hablamos de él, de Baroja.

¡Ah! aquella colección TVE-Salvat. Cada tomo costaba cinco duros, una cantidad asequible para los que "no teníamos ni un duro". Allí leyó G.U. La busca por primera vez. Y muchas otras obras. Piensa que si no llegó a zamparse las cien de la colección, poco le faltó. Ahora ha vuelto a hacerlo, y ha añadido las otras dos de la terna La lucha por la vida: Mala hierba y Aurora roja. Después, ha intentado leer una novela de un autor actual y se le ha caído el mundo a los pies. No ha soportado su lectura. Algo tiene Baroja que le cautiva. ¿Qué? No lo sabe expresar con palabras.

Dice José Carlos Mainer, un exégeta del escritor: «Pío Baroja debe mucho más a sus lectores que a sus críticos». Y añade: «A Baroja lo han leído siempre gentes poco convencionales: solitarios, rebeldes, estudiantes, burgueses pesimistas u obreros disconformes... No es difícil hallar un denominador común a la hora de proclamarse barojiano: casi siempre comporta el desvelamiento o la confesión de alguna contradicción vital latente». Pues quizá G.U. está en alguno de esos ítems, quién sabe.

De La busca, rescatamos algunos de los párrafos de su inicio. La sordidez imprega toda la saga. Baroja conocía esos ambientes. En próximas entregas pondremos alguno del final, de Aurora Roja.

«El portal, largo, obscuro, mal oliente, era más bien un corredor angosto, a uno de cuyos lados estaba la portería.

Al pasar junto a esta última, si se echaba una mirada a su interior, ahogado y repleto de muebles, se veía constantemente una mujer gorda, inmóvil, muy morena, en cuyos brazos descansaba un niño enteco, pálido y larguirucho, como una lombriz blanca. Encima de la ventana, se figuraba uno que, en vez de «Portería», debía poner: «La mujer cañón con su hijo», o un letrero semejante de barraca de feria.

Si a esta mujer voluminosa se la preguntaba algo, contestaba con una voz muy chillona, acompañada de un gesto desdeñoso bastante desagradable. Se seguía adelante, dejando a un lado el antro de la mujer-cañón, y a la izquierda del portal, daba comienzo la escalera, siempre a obscuras, sin más ventilación que la de unas ventanas altas, con rejas, que daban a un patio estrecho, de paredes sucias, llenas de ventiladores redondos. Para una nariz amplia y espaciosa, dotada de una pituitaria perspicaz, hubiese sido un curioso sport el de descubrir e investigar la procedencia y la especie de todos los malos olores, constitutivos de aquel tufo pesado, propio y característico de la casa.

Pío Baroja, pintado por Sorolla en 1915

El autor no llegó a conocer los inquilinos que habitaban los pisos altos; tiene una idea vaga de que había dos o tres patronas, alguna familia que alquilaba cuartos a caballeros estables, pero nada más. Por esta causa el autor no se remota a las alturas y se detiene en el piso principal.

En éste, de día apenas si se divisaba, por la obscuridad reinante, una puerta pequeña; de noche, en cambio, a la luz de un farol de petróleo, podía verse una chapa de hoja de lata, pintada de rojo, en la cual se leía escrito con letras negras: «Casiana Fernández».

A un lado de la puerta colgaba un trozo de cadena negruzco, que sólo poniéndose de puntillas y alargando el brazo se alcanzaba; pero como la puerta estaba siempre entornada, los huéspedes podían entrar y salir sin necesidad de llamar.

Se pasaba dentro de la casa. Si era de día, encontrábase uno sumergido en las profundas tinieblas; lo único que denotaba el cambio de lugar era el olor, no precisamente por ser más agradable que el de la escalera, pero sí distinto; en cambio, de noche, a la vaga claridad difundida por una mariposa de corcho, que nadaba sobre el agua y el aceite de un vaso, sujeto por una anilla de latón a la pared, se advertían, con cierta vaga nebulosidad, los muebles, cuadros y demás trastos que ocupaban el recibimiento de la casa.

Frente a la entrada había una mesa ancha y sólida, y sobre ella una caja de música de las antiguas, con unos cilindros de acero erizados de pinchos, y junto a ella una estatua de yeso: una figura ennegrecida y sin nariz, que no se conocía fácilmente si era de algún dios, de algún semidiós o de algún mortal.

En la pared del recibimiento y en la del pasillo se destacaban cuadros pintados al óleo, grandes y negruzcos. Un inteligente quizá los hubiese encontrado detestables; pero la patrona, que se figuraba que cuadro muy obscuro debía de ser muy bueno, se recreaba, a veces, pensando que quizá aquellos cuadros, vendidos a un inglés, le sacarían algún día de apuros.

Eran unos lienzos en donde el pintor había desarrollado escenas bíblicas tremebundas: matanzas, asolamientos, fieros males; pero de tal manera, que a pesar de la prodigalidad del artista en sangre, llagas y cabezas cortadas, aquellos lienzos, en vez de horrorizar, producían una impresión alegre. Uno de ellos representaba la hija de Herodes contemplando la cabeza de San Juan Bautista. Las figuras todas eran de amable jovialidad; el rey, con una indumentaria de rey de baraja y en la postura de un jugador de naipes, sonreía; su hija, una señora coloradota, sonreía; los familiares, metidos en sus grandes cascos, sonreían, y hasta la misma cabeza de San Juan Bautista sonreía, colocada en un plato repujado. Indudablemente el autor de aquellos cuadros, si no el mérito del dibujo ni el del colorido, tenía el de la jovialidad.

A derecha e izquierda de la puerta de la casa corría el pasillo, de cuyas paredes colgaban otra porción de lienzos negros, la mayoría sin marco, en los cuales no se veía absolutamente nada, y sólo en uno se adivinaba, después de fijarse mucho, un gallo rojizo picoteando en las hojas de una verde col.

A este pasillo daban las alcobas, en las que hasta muy entrada la tarde solían verse por el suelo calcetines sucios, zapatillas rotas, y, sobre las camas sin hacer, cuellos y puños postizos.

Casi todos los huéspedes se levantaban en aquella casa tarde, excepto dos comisionistas, un tenedor de libros y un cura, los cuales madrugaban por mor del oficio, y un señor viejo, que lo hacía por costumbre o por higiene.

El tenedor de libros se largaba a las ocho de la mañana sin desayunarse; el cura salía in albis para decir misa; pero los comisionistas tenían la audaz pretensión de tomar algo en casa, y la patrona empleaba un procedimiento muy sencillo para no darles ni agua: los dos comisionistas comenzaban su trabajo de nueve y media a diez; se acostaban muy tarde, y encargaban a la patrona que les despertase a las ocho y media; ella cuidaba de no llamarles hasta las diez. Al despertarse los viajantes y ver la hora, se levantaban, se vestían de prisa y escapaban disparados, renegando de la patrona. Luego, cuando el elemento femenino de la casa daba señales de vida, se oían por todas partes gritos, voces destempladas, conversaciones de una alcoba a otra, y se veía salir de los cuartos, la mano armada con el servicio de noche, a la patrona, a alguna de las hijas de doña Violante, a una vizcaína alta y gorda, y a otra señora, a la que llamaban la Baronesa.

La patrona llevaba invariablemente un cubrecorsé de bayeta amarilla; la Baronesa, un peinador lleno de manchas de cosmético, y la vizcaína, un corpiño rojo, por cuya abertura solía presentar a la admiración de los que transitaban por el corredor una ubre monstruosa y blanca con gruesas venas azules...

Después de aquella ceremonia matinal, y muchas veces durante la misma, se iniciaban murmuraciones, disputas, chismes y líos, que servían de comidilla para las horas restantes».

domingo, 28 de abril de 2024

Modesto homenaje a Francisco Rico (y a Javier Marías)

Francisco Rico, en una imagen de archivo, presenta la edición de Don Quijote de la Mancha / ACN
Como sabrán algunos de ustedes, ayer falleció Francisco Rico. A él debemos sus "Mil años de poesía española" y su edición de el Quijote, ambas inconmensurables. A ellas volvemos con cierta frecuencia. Un gran erudito que lo sabía todo del Lazarillo de Tormes, del Quijote, de Cervantes... DEP.

Aunque a veces pudiera no parecerlo, Javier Marías —un escritor al que aún echa de menos G.U.— y él eran buenos amigos. Hasta el punto de que figuró como personaje secundario en varias de sus novelas; al principio como "Profesor Del Diestro", luego como "Profesor Villalobos" y ya al final, a instancias del propio Francisco Rico, como "Profesor Rico". Son apariciones episódicas, siempre un tanto irónicas.

Extraemos de Así empieza lo malo, una descripción que hace Marías del personaje "Profesor Rico":
Javier Marías, Así empieza lo malo, Alfaguara (2014), pág. 108
A este respecto, le preguntaba Josep Masot a Rico en La Vanguardia, el 12 de abril de 2012:

P.—¿Qué le parece el Paco Rico de Javier Marías?

R.—Me hace aparecer en varias novelas desde Negra espalda del tiempo. Es unánime la opinión de que son los mejores pasajes de sus novelas y que los demás son un coñazo. Procura tomarme el pelo lo que puede con una consideración amistosa. Cuando ingresó en la Academia, fui yo el encargado del discurso de contestación. Los dos textos han sido editados y creo que han quedado muy bien.

Ingreso de Javier Marías en la RAE / 27 de abril de 2008 (ayer hizo dieciséis años)
Fotografía: Quim Llenas
De hecho, en efecto, fue Francisco Rico quien dio respuesta al discurso de entrada en la RAE de Javier Marías, titulado Sobre la dificultad de contar. Dos textos excelentes que merecen releerse. El caso es que, con ocasión del homenaje que a principios de 2020 se le iba a dedicar a Francisco Rico, y que luego no se pudo llevar a cabo por el confinamiento, Javier Marías escribió otro texto, también muy bueno (como casi todos los suyos, por otra parte), titulado «Del Diestro, Villalobos, Rico». Dice así:

«A Francisco Rico, lamentablemente, le debo mucho, más que sus lectores y alumnos y sus a veces envidiosos colegas. Porque no sólo le debo, como ellos, iluminaciones y agudezas sobre el Quijote y el Lazarillo, sobre Petrarca y Nebrija, así como algunos excelentes poemas semicultos. Le debo un personaje, o quizá varios, y no pocas de las páginas más graciosas y logradas que he escrito, según bastantes personas y, desde luego, según él mismo. No ha tenido reparo en confesarme que, cuando publico una novela, la hojea en busca de su personaje. Si sale, lee sus intervenciones y el resto lo aparca en la mesilla de noche sine die. Si no sale, creo que el destino inmediato de mis libros es la estantería polvorienta. No se lo reprocho, nadie tiene por qué leer lo que alumbro, y menos que nadie Francisco Rico, a quien poco interesa lo posterior a 1615. Él no está para lo pasajero, si no efímero.

La primera vez que lo saqué en una novela, en 1989, lo llamé Profesor Del Diestro. La segunda, Profesor Villalobos. Y aquí vino su protesta. Aunque esta conversación ya la conté en una falsa novela de hace más de veinte años, casi nadie la recordará por eso mismo, así que valga repetirla en esta celebración, con variaciones. Me exigió sin ambages que, si volvía a utilizarlo, debía ser con su propio nombre. En 1998 aún era novedoso, casi insólito, que en una obra de ficción se introdujeran personas reales (hoy es ya un lugar común), de modo que le respondí:

—Eso es imposible. Si estamos en una ficción, no puedes figurar con tu verdadero nombre, como Francisco Rico. Quebraría las convenciones y los pactos.

—¿Por qué no? Qué tontería. ¿Acaso en una obra de ficción no te refieres al Museo del Prado o al Convento de las Descalzas? No te inventarías el Museo del Palo ni el Convento de las Descamisadas.

—Ya, pero eso son monumentos e instituciones, y tú no eres ni lo uno ni lo otro.

—¿Cómo que no? —me interrumpió al instante, ofendido. —Claro que lo soy, y del más alto rango. No veo por qué Francisco Rico no puede estar presente en una ficción. ¿Acaso no llamarías “Cervantes” a Cervantes, “Dante” al Dante y “Maquiavelo” a Maquiavelo?

—Pero no los haría hablar y moverse, como a ti. Vaya, no creo.

—Porque a ellos no los has visto y no resultarían creíbles. Pero como a mí me tienes delante; como tienes a la vista el modelo y te doy medio trabajo hecho, tus lectores futuros (si los hay, lo cual dudo sobremanera), están en su derecho a identificarme con nitidez y sin disfraces ni nombres falsos. Lo contrario sería ridículo.

—No creerás que vas a ser tan conocido, de aquí a unas décadas o a unos siglos, como los autores que has mencionado. Te veo muy optimista.

—Tanto da, tanto da. En todo caso soy inequívoco, casi el creador de un arquetipo. Si en una novela francesa aparece un novelista gordo, mulato y con bigotes, sería grotesco que no fuera Dumas. Si en una inglesa aparece otro de origen polaco, con fuerte acento y puntiaguda barba, sería imbécil que no fuera Conrad. Etc. Si yo soy inconfundiblemente el que soy, ¿qué sentido tiene camuflarme? Soy y seré reconocible, allí donde vaya. La lástima es que de aquí a un tiempo no te leerá nadie. De hecho me extraña que en la actualidad te lea alguien. Más aún tantos como se cuenta, y encima en varios países: incomprensible. Debe ser la fuerza de los vivos, del insoportable presente que nubla los juicios.

Por supuesto satisfice su petición, y desde entonces, en tres o cuatro más de mis novelas, Francisco Rico fue “Francisco Rico”.

Mi problema es que al Rico de carne y hueso, al que veo de vez en cuando en la Academia o escogiendo delicatessen en las tiendas de la ciudad en que vive, no lo distingo ya bien del de mis novelas, o me creo que el segundo es el primero. Me invade una sensación contradictoria: la de tener poder sobre él y dictarle situaciones, frases y gestos, y la de estar a su merced, porque el modelo es tan potente que me brinda ideas y me dicta a mí lo que escribo, cuando lo convoco. Eso, en parte, me ha llevado a prescindir de su personaje últimamente. Para no reconocerle que me tenía un poco “esclavizado” en algunos pasajes (nada le habría gustado más), se lo comuniqué de este modo:

—Ya no das más de ti. Te me has agotado. No evolucionas, no eres lo bastante cambiante. Te faltan ambigüedades, oscuridades, sombras. Y bueno, al fin y al cabo siempre fuiste un personaje secundario, si no episódico. Un “Leporello”. —En referencia al ayudante del Don Giovanni de Mozart.

—¿Episódico yo? ¿Yo episódico? Qué equivocado estás, ni siquiera sabes leer bien lo que escribes. Soy el que salva tus novelas, soy la sal y la gracia, soy el Esperado, el que las hace elevarse un poco, la corriente oscura que las sustenta. Y es Leporello el que lleva la cuenta, y su canto el más recordado. Tú verás, pero sin mi concurso te hundirás del todo.

Lo único que puedo añadir, para no alargarme en esta ocasión u homenaje, es que quizá, como a menudo, el Profesor Rico acierta. Puede que incluso acierten Del Diestro y Villalobos, que figuraron brevemente pero no suelen olvidar los lectores, respectivamente, de Todas las almas y Corazón tan blanco, que inversosímilmente todavía existen. Y aunque acabara abandonando del todo a Rico en mis pobres y futuras páginas (jamás se sabe), la lástima es que ya le debo demasiado, y eso siempre es un fastidio. Por así decir, le debo varios mundos: el de Cervantes, el del Lazarillo, el de Petrarca y el de tantos otros que sin él no serían los que hoy conocemos, irrenunciables. E incluso alguno mucho más modesto que durante unos días de embeleso ante mi máquina, llegué a creer que era mío sin ayuda de nadie».



Sirva esta entrada como modesto homenaje a ambos por parte de este bloguero. DEP.

Fondo de armario: Zapatero y Mª Jesús Montero

No sabemos a día de hoy lo que decidirá Sánchez mañana. Lo más probable es que se quede, dado su contrastado apego al sillón. Pero en el hipotético caso de que optara "fichar" por Europa... tranquilidad, no inquietarse. Hay fondo de armario de sobra en el PSOE. De hecho, suenan con fuerza estos dos candidatos a sucederle: ¡Zapatero y Maria Jesús Montero!. Y también Óscar Puente y Patxi López. Se ha rodeado de figuras de nivel, con Zapatero como gran pope espiritual. Nada que temer, por tanto.

Zapatero en un mitin en Lérida (26/4/2024)
Maria Jesus Montero (vicepresidenta del Gobierno) y Patxi López enardecen a la masa en la puerta de Ferraz
(27/4/2024)

Óscar Puente, otro posible candidato a suceder a Sánchez

jueves, 25 de abril de 2024

Sánchez y «Lo que el viento se llevó»

Pedro Sánchez y Begoña Díaz pasean por los jardines de la Moncloa en este romántico atardecer de hoy
Viñeta de Tomás Serrano / granuribe50 
[25/4/2024]

Debate entre dos estadistas en el Congreso (24/4/2024)

miércoles, 24 de abril de 2024

¿Alquilará Sánchez Waterloo para reflexionar?

Según avanzó la "habitualmente bien informada" EFE hace unos días, el partido de "Puchi" pide un mínimo de 6000 euros a los primeros veinte candidatos de la lista por Barcelona y 3000 al resto de personas que conformen la lista. Bien. Hace falta tenerlo muy claro para desembolsar esa cantidad.

El Mundo Today / granuribe50 [(24/4/2024)]
Por tanto, es una oportunidad de hacer caja para esa formación que Sánchez apoquine una cierta suma para establecerse en el palacete de Waterloo —y así poder pasear por los bosques aledaños— a meditar si dimite o no, dado que la "ultraderecha" arremete contra los presuntos tejemanejes de su esposa.

martes, 23 de abril de 2024

Los pueblos de colonización del franquismo (I)

No resulta fácil hablar de este tema; está bastante silenciado, porque como lo llevó a cabo Franco... mal asunto. En realidad, es algo que no interesa lo más mínimo a nadie hoy en día, aunque sí a G.U., por los motivos que se explicitarán luego. Pero vamos por partes. El programa del Instituto Nacional de Colonización (INC) del susodicho Franco fue creado a finales de 1939, y estaba basado en algunos notables esfuerzos que se hicieron durante la República con su Reforma Agraria. 

Pero éstos fracasaron porque, entre otras cosas, se pretendía en ella una expropiación masiva de los grandes latifundios. Eso provocó una fuerte reacción que, sin duda, coadyuvó al horror de lo que vino después. Se llevaron a cabo las expropiaciones que se consideraba que había que hacer, aunque no todas, y se marcaron las bases de cómo tenían que ser los nuevos poblados. No se hizo mucho más porque con la guerra civil todo quedó en nada, aunque se establecieron unos criterios básicos. 

El caso es que Franco, vista la situación tras la contienda, en plena autarquía, se aprovechó de una  parte de esa iniciativa de la República, introduciendo notables modificaciones, eso sí. Hizo construir cerca de 300 nuevos pueblos y más de 30000 casas en las cuencas de los grandes ríos, especialmente el Tajo, Guadiana, Guadalquivir y Ebro. Se pretendía sustituir lugares yermos por parajes fértiles. Para ello, se hicieron muchas presas, canales, conducciones, acequias, se construyeron infraestructuras, como carreteras y líneas de electricidad, y se habilitaron acuíferos.


El gobierno franquista gastó el equivalente de 20 mil millones de euros en todo eso y, además de mano de obra, intervinieron ingenieros agrónomos, de montes y arquitectos, funcionarios o no, además de empresas de construcción adictas, para diseñar y construir viviendas, pueblos e infraestructuras. Todos ellos hicieron una gran labor en aquel contexto. El programa llegó a abarcar un millón de hectáreas.

El régimen de Franco buscaba controlar los asentamientos y a los colonos, que eran reclutados entre gente de las proximidades y sin trabajo alguno. Se les exigía estar sanos, tener familia, el Certificado de Buena Conducta, adhesión a los Principios del Movimiento y otros papeluchos para evitar "vagos y maleantes", infiltrados o gente no adicta. La política de asentamiento era una herramienta para lograr la estabilidad política y apaciguar el medio rural, al tiempo que se aumentaba la producción agrícola.

Los colonos admitidos tenían una franja de terreno asignada por los ingenieros agrónomos y una casa con zona de vivienda, patio y dependencias para para guardar el instrumental agrícola y el ganado. Se obligaban a cultivar los campos y a criar los animales, aportando al Estado parte de lo recogido para, con el tiempo, obtener títulos de propiedad sobre casa y tierras. Eso creó una deuda de los colonos con el Estado, que lo utilizó para evitar deslealtades al Régimen y facilitar el control sobre la población.

Muchas de las personas albergadas en esos pueblos creados por el Instituto Nacional de Colonización (INC) se quejaban, no sin razón, de aislamiento, estrechez, grandes incomodidades, etc. Además había que trabajar muchísimo para extraer rendimiento a tierras absolutamente resecas tras años baldíos, ya que las tierras mejores siguieron en manos de los latifundistas. Pero lucharon con denuedo y muchos consiguieron perdurar allí, como acreditan sus descendientes, los que aún habitan en esos lugares.
Planta del pueblo de colonización de Vegaviana (1954). José Luis Fernández del Amo, arquitecto
Bien, siempre se ha dicho que fue así. De todas maneras, es un tema controvertido, lleno de luces y sombras, en el que G.U. no es un experto, como en tantas otras materias. Lo que más le interesa es otra faceta: el aspecto urbanístico y arquitectónico del asunto. De eso hablamos en la siguiente entrada: Los pueblos de colonización del franquismo (y II)
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Los pueblos de colonización del franquismo (y II)

Miraelrío, Jaén (1964). Jesús Fernández del Amo
La situación de los pueblos se regía por el "modulo carro" (equivalente a unos tres kilómetros), que era el que determinaba la distancia máxima que debía haber entre las casas de los colonos o el centro cívico y las parcelas a cultivar. O sea, un tiempo de traslado en carro de unos cuarenta y cinco minutos.

En lo urbanístico, no crean, no todos los pueblos de colonización tenían planta rectangular. Hubo cierta variedad de diseños, según el terreno escogido para el pueblo y el entorno. Los había también casi en círculo, en forma de sector circular, etc. Y en lo propiamente arquitectónico, los resultados fueron interesantes, a pesar de que tenían que ser actuaciones de bajo costo, por razones obvias. La ubicación de cada lugar la decidían los ingenieros agrónomos del Instituto Nacional de Colonización (INC) y los proyectos los realizaron funcionarios adscritos al INC y otros contratados (había faena).
Esquivel. Alejandro de la Sota, arquitecto (1945-1953)
Entrerríos (Badajoz). Alejandro de la Sota, arquitecto (1956)
Algallarín (Córdoba). Carlos Arniches, arquitecto  (1954)
Intervinieron buenos arquitectos, afiliados a las vanguardias, tales como José Luis Fernández del Amo, funcionario del Ministerio de Agricultura, que contactó con otros externos al INC, como Alejandro de la Sota, Carlos Arniches (hijo del autor de teatro), Antonio Fernández Alba entre otros. Ellos realizaron los proyectos urbanísticos de cada poblado y el diseño de los espacios públicos, del centro cívico, la escuela, la casa del médico, la iglesia y las casas de los colonos y obreros. 

Solo dos muestras, para no aburrir al personal (en los libros que señalamos al final hay muchas más):

José Luis Fernández del Amo (1914-1995) y otros colegas que diseñaron pueblos para el INC eran profesionales jóvenes, firmemente comprometidos con la arquitectura contemporánea. Pero, ojo al dato, también partidarios de la construcción vernácula, y así lo acreditaron en sus proyectos, que siempre fueron sencillos, tenían un coste reducido y se realizaron con materiales tradicionales. 
Pueblos diseñados por Fernández del Amo
Miraelrío (1964). José Luis Fernández del Amo
Pueblos diseñados por Fernández del Amo
Algunos de esos pueblos salen en las imágenes de los paneles. Quizá el más conocido de los diseñados por Fernández del Amo sea el de Vegaviana, Nació de la nada en Extremadura y sorprendió en su momento al mundo de la arquitectura. Un lugar donde las casas rodeaban las encinas preexistentes. Como los terrenos circundantes se habían allanado para convertirlos en campos de cultivo, la única vegetación natural que quedaba era, precisamente, la del propio pueblo. 

Y es el más conocido, en parte, gracias a los reportajes fotográficos que realizó Joaquin del Palacio, "Kindel", un gran fotógrafo, que han sido muy divulgados. Algunas imágenes nos lo ilustran.

Vista aérea de Vegaviana (1954). José Luis Fernández del Amo, arquitecto
Vegaviana. Fotografía de Kindel
Vegaviana. Fotografía de Kindel
Vegaviana. Fotografía de Kindel
Vegaviana. Fotografía de Kindel

Sello de Correos, con motivo de los "Veinticinco años de paz"
Franco no perdía ocasión de ponerse medallas, por si no tuviera ya bastantes como "Invicto Caudillo". Con motivo de aquella conmemoración de 1964, que el Régimen tituló "Veinticinco años de paz", se publicó un sello de correos que G.U. recuerda porque su padre era coleccionista. Aquí tienen una de las imágenes adoptadas con tal motivo. ¡El pueblo de Vegaviana!
El Realengo. José Luis Fernández del Amo. Fotografía de Kindel
Portada de Los pueblos de colonización. Miguel Centellas Soler
Todo esto lo explica muy bien el libro de Miguel Centellas, un especialista en el tema. Pero no solo trabajó Fernández del Amo. Hubo otros jóvenes arquitectos, como los antes citados, que encontraron gracias a esos encagos trabajo y un magnífico medio de expresión de sus ideas.
Esquivel. Alejandro de la Sota. Fotografía de Kindel

Gévora. Carlos Arniches
Además, dado que Fernández del Amo era, a la sazón, director del Museo de Arte Contemporáneo de Madrid recién inaugurado, consiguió que colaboraran buenos artistas abstractos (algunos del grupo El Paso) en la realización de mosaicos y vidrieras para las iglesias, lugares de culto que siempre tuvieron un diseño muy estudiado. Seguramente Franco tenía interés en que en esos poblados la gente fuera a misa, aunque los párrocos y los propios colonos tardaron en asimilar toda esa estética...
Iglesias en pueblos de colonización
Iglesia de Villalba de Calatrava. José Luis Fernández del Amo. Mural de Hernández Mompó
Fotografía: Sofía Moro
Trencadís del sagrario de la iglesia de Vegaviana, obra de José Luis Sánchez y Jacqueline Canivet.
Fotografía: Jorge Armestar
El caso es que los artistas que colaboraron, muchos de ellos ateos, se tomaron esos encargos como "alimenticios", una manera de ir tirando económicamente y así poder mantenerse practicando el arte que deseaban. No podían excederse, y por eso los resultados son convencionales en muchos casos. Manolo Millares se ve que se debió de pasar un pelín en la iglesia de Algallarín, valga el pareado; al obispo de Córdoba no le gustó nada su obra, por la que mostró un gran desprecio, y obligó a destruirla.

Vidrieras diversas en pueblos de colonización
Vidrieras diversas en pueblos de colonización
Las iglesias y otros edificios representativos se han mantenido relativamente bien, respecto al diseño original. Los dos de las fotos inferiores siguen casi igual, pero con el tiempo las actuaciones realizadas por los propietarios en las viviendas las han dejado muy desvirtuadas, al cambiar los usuarios las cubiertas, la posición de las ventanas, edificarse en los patios, alicatado de los muros con rajolas, etc.
Ayuntamiento de Vegaviana. Fernández del Amo. Fotografía de Kindel
Iglesia de El Realengo. Fernández del Amo. Fotografía de Kindel
En fin, solo nos queda referirnos a dos libros: «Habitar el Agua» y «Pueblos de Colonización: Miradas a un paisaje inventado», ambos de Ana Amado y Andrés Patiño. Reflejan con fotos muy buenas, además de interesantes textos y muchos planos de la época, la génesis y el estado actual de esos lugares.

Aquí tienen dos libros para regalarse en el Día del Libro. Recomendables para interesados en el tema.

lunes, 15 de abril de 2024

Paseo por la Rambla de Catalunya (y ¡Enric Sagnier!)

Este es el breve relato de lo que G.U. hizo anteayer por la mañana. Deseoso de salir de su —como se llama ahora— "zona de confort", tomó la decisión de plantarse en Paseo de Gacia-Diagonal y, a partir de allí, ir bajando. Al fondo, la Pedrera. Centenares de sujetos en lontananza, hacen cambiar el rumbo.
Unas fotos a las chimeneas de Gaudí, tomadas con el teleobjetivo, nos anticipan el cambio de dirección.
Nos vamos por el pasaje de la Concepción hacia Rambla de Cataluña, donde aspiramos a encontrar menos turistas y menos tiendas de "alto standing". No sabemos lo que nos espera, porque no somos habituales de esta zona. Pero, a mano izquierda, qué bendita casualidad, nos aparece un edificio de nuestro admirado Enric Sagnier. Vamos a verlo.
¡Albricias! Aquí lo tenemos. Enric Sagnier dotó, a finales del S. XIX y primeros años del XX, de más de trescientos edificios en la parte baja, el Ensanche y los barrios altos de Barcelona. Iglesias, proyectos para entidades públicas y privadas, colegios, casas de vecinos, viviendas unifamiliares, ¡uf!, muchas obras. Y lo primero que nos encontramos al llegar a la Rambla de Catalunya es la casa donde tenía su despacho y donde vivió. Un detalle no menor: rápidamente observamos que no tiene "remonta" alguna (para quien no sepa qué es eso, hablamos luego). 
Como no era ni Gaudí, ni Domènech i Montaner, ni Puig i Cadafalch, ni frecuentó el modernismo "pata negra", y, en cambio, practicó una arquitectua mesurada y ecléctica, fue ninguneado durante años. Muchos de los edificios que proyectó los derribaron, sustituidos por obras de Núñez y Navarro y otras constructoras de semejante perfil. Hoy, pensamos que eso no se hubiera podido hacer así, a la brava.

En la planta primera estaba su despacho y él vivía en los pisos superiores. Se ha mantenido su casa sin la habitual "remonta" antes citada y de la que hablaremos después. Muchos otros se han "remontado".
El tiempo no pasa en balde. Ahora lo ha comprado otra familia y ha puesto hotel, bar y restaurante. En este momento estamos en la puerta de acceso. Aquí hacen alarde del año en que se construyó el inmueble. Naturalmente, la distribución original del edificio ha desaparecido. No sabemos si éste fue víctima de un "vaciado", esa práctica que solo respeta la fachada, tan habitual por estos lares. Es de suponer que sí, ya que el edificio no fue diseñado para tal función.
Entramos dentro del "Hotel Sagnier". El leit motiv es la figura de ese gran arquitecto. Tienen en recepción un libro de tropecientos quilos sobre su obra. Vamos a la derecha y, en el comedor, nos encontramos con un busto del personaje, cedido por la familia, y una reproducción de una obra que entusiasmaba a nuestro hombre: "La rendición de Breda". No tiene mala pinta el asunto.

Nos gustaría quedarnos a comer aquí, pero... "avui no toca". También soñábamos con pasar un fin de semana en el hotel, cual turistas de "alto standing", aunque los precios nos disuaden con rapidez.
El bar, llamado "Café de l´Arquitecte", está muy agradable. Dan ganas de pasar allí un rato. Numerosos detalles nos remiten a Enric Sagnier, entre otros este mural con fotografías alusivas a él y su obra.
Pero el tiempo corre, y salimos otra vez a la Rambla de Catalunya. Aquí tenemos una vista de la calle, con la escultura de Llimona en la esquina y el mirador donde estaba situado el despacho del arquitecto, quién sabe si ahora suite de algún enriquecido sujeto.
Pero... ¡oh, decepción! La carpintería de ese mirador ha sido penosamente sustituida por algo más actual, más "sostenible". Una fotografía del libro "Ruta Sagnier" nos delata cómo era antes.
Como aún había tiempo —y Enric Sagnier es un arquitecto que nos gusta— bajamos unos metros, hasta encontrarnos con la casa Ferran Cortés. Es la más sencilla de las que hay por esa zona, muchas de la misma época, principios del XX, muy hermosas pero, en general, llenas de detalles prescindibles, tal vez fruto de los ampulosos deseos de una burquesía emergente (enriquecida por las colonias, la industria textil, el tráfico de esclavos, etc.) que quería "sacar pecho". Pero, ojo, no es el tema de hoy. El caso es que es la única que pervive de las tres que construyó Sagnier allí para los hermanos Cortés.

Bueno, ya lo están viendo. El edificio sufre una de esas "remontas" —aunque no la más salvaje ni muchísimo menos— que promocionó el alcalde franquista Pocioles. Cuando G.U. estudiaba, el profesor Bassegoda, un tipo viajado, decía que Barcelona era la única ciudal del mundo en la que los edificios, una vez acabados, seguían creciendo. Y G.U. nos chiva que hoy en día otras ciudades han copiado el modelo, con creces. Durante muchos años, se dio permiso para subir un par de plantas a los edificios, rompiendo su estética original y densificando el Ensanche. En este caso, con el aumento de altura se cargaron el coronamiento ondulado que tenía. Una pena.
Detalles de la fachada. En el portal, dos mujeres, una joven y quizá su madre, enmarcan la entrada y soportan la tribuna. Y, más arriba, luces y sombras de los balcones curvilíneos en torno a la galería.
Se está haciendo tarde, hace mucho calor y las numerosas terrazas del paseo central están tomadas por turistas. Ya volveremos por esta Rambla y aledaños, donde nos esperan otras obras de nuestro arquitecto de cabecera, sin el cual no se entendería mucho de la arquitectura de esta ciudad.

Una imagen nos impacta siempre a los amantes del cine y nostálgicos de la ciudad que amábamos. Nos gusta que "MANGO" venda pantalones que no requieren que los toquetee sastre alguno: siempre caen bien, sin necesidad de modistas que los alarguen o acorten, un coñazo. Cierto. Pero...
Pero... cuando vemos en el móvil esas imágenes de la Rambla de Catalunya con el extinto y mítico "CINE ALEXANDRA"  y su pequeño delfín "ALEXIS", donde vimos tantas películas cuando éramos más jóvenes, nos da un "no sé qué" que nos hace volver a casa con cierta melancolía por los cines perdidos.

[Las fotografías son de granuribe50, salvo las del "Café de l´Arquitecte", las antiguas fachadas de la "Casa Sagnier" y de la "Casa Ferran Cortés" y la vista del Alexandra. Fueron tomadas el 13/4/2024]