¡Cuántas veces en esas ocasiones recordé la anécdota de Beethoven tocando al piano sus sonatas para una audiencia de aristócratas que en vez de prestarle atención cotorreaban sobre sus vanidades, hasta que al maestro se le hincharon las narices y se puso en pie de un bote mientras cerraba de golpe el piano y exclamaba ciego de ira: "¡Yo no toco para cerdos!".
Hay que negarse a cenar fuera, y sobre todo en los restaurantes caros, no digamos ya los famosos, santuarios invariablemente incómodos, lujo más pretencioso que auténtico que procura goces autistas y signo claro de decadencia de una sociedad, como lo ha sido siempre la excelencia gastronómica desde el famoso banquete de Trimalción en la novela de Petronio hasta los tiempos de Ferran Adriá, cocinero creativo que cuando tuvo abierto su restaurante El Bulli fue obsesivo objeto de los más delirantes ditirambos por los media españoles e internacionales.
Era un aviso de la catástrofe por venir: el día en que Time puso su foto en portada con un texto que decía Éste es el hombre más creativo de España, y luego, peor aún, cuando la Documenta de Kassel del año 2007 seleccionó sólo a un artista español y ese artista no era ni un bailarín ni un escultor ni un videoartista o cineasta sino el famoso cocinero de los alimentos deconstruidos, tuve ya el presagio de que se avecinaba un huracán ante el que estaríamos desarmados pues en vez de haber cultivado, preparándonos para afrontarlo, las más exigentes disciplinas del espíritu, las virtudes de la sobriedad y el esfuerzo -o sea, la seriedad-, la sociedad, puerilizada, admiraba a los marmitones más, mucho más que a los filósofos o a los científicos, y no concebía experiencia más alta que comer sardinas con mermelada, gas de croqueta y tortilla de patatas líquida, para vomitar todas esas suculencias luego en el parking.
Y en efecto, al poco de aquella Documenta que fue para la creatividad, para el estilo de nuestro país, un insulto o quizá sólo un espejo despiadado, se declaró la crisis financiera. Me parece que ahora, nueve años después, cerrado El Bulli y a pesar de Diverxo, la celebración de la gastronomía, arte tan respetable como cualquier otro siempre que no se lo encumbre demasiado lejos de los fogones, concita menos simpatías y complicidades. Síntoma de que estamos por fin saliendo de la crisis».
Enlace al artículo de Ignacio Vidal-Folch: El ocaso de la gastronomía
¿Y de qué hablarán los yuppies gilipollas?
ResponderEliminarEl Tapir
OH, qué buen artículo. Me gustaría haberlo escrito yo, porque suscribo todo, todo, todo lo que dice. Qué alivio da pensar que otros comparten lo que tantas veces barruntábamos, que la sobrevaloración de la gastronomía elevada al olimpo de las artes escondía la decadencia de toda una cultura.
ResponderEliminarnvts