[...]«Una de las bromas que nos hacían a los niños antiguos, pasada la cena, a la hora siempre prematura de irse a la cama, de deportarnos a la soledad fría del dormitorio mientras ellos seguían en sus cosas, era decirnos, en un tono de promesa: “Y ahora nos vamos al cine”. Nosotros sabíamos que eso era imposible, y que el adulto se estaba burlando, y sabíamos tan bien como él cuál sería el final de la broma, pero a pesar de todo no podíamos evitar una palpitación de entusiasmo, la disponibilidad del niño para lo inusitado. ¿Y si fuera verdad que no nos mandaban a la cama, sino que nos iban a regalar el prodigio inverso, a esa hora, el de ir al cine y ver una película? Al fin y al cabo los mayores eran capaces de decisiones sorprendentes. En un mundo sin televisión, el cine, las películas en sí, los lugares en los que se proyectaban, el camino hacia ellos, constituían un universo de maravilla, literalmente incomparable: no había nada que se pareciera al cine, al resplandor de sus imágenes desmesuradas, porque el niño no sabía hacer el ajuste mental necesario para ver las figuras como si tuvieran un tamaño real.
»Ir al cine, en verano, era escuchar de lejos la música de los anuncios del cine al aire libre, y avanzar por un pasillo de grava y con olor a dondiego de noche hasta desembocar delante de la pantalla inmensa, iluminada de luz blanca, recortada contra un cielo nocturno en el que entonces se distinguía sin dificultad la Vía Láctea.
»Y en invierno ir al cine era internarse medrosamente en vestíbulos con moqueta roja y con columnas de purpurina dorada que para nosotros tenían un esplendor oriental, y ver desde arriba, desde el graderío de tablas desnudas del gallinero, una pantalla en la que las imágenes siempre cobraban una distorsión de encuadre expresionista, y adquirir también conciencia de las jerarquías sociales y del sitio que nos tocaba en ellas. Desde tan alto, la gente del patio de butacas, en sus asientos cómodos forrados de rojo, parecía pertenecer a otra especie. En el gallinero había broncas, y grandes temblores de pisotones sobre las tablas cuando en la pantalla sucedía una persecución o una pelea a puñetazos. También había raros individuos oscuros que se arrimaban mucho a uno y a veces le decían en voz baja, al oído, cosas que uno no entendía pero que lo asustaban, y cuando se encendía la luz ya habían desaparecido».[...]
Enlace: En las sábanas blancas
Efectivamente, un artículo muy evocador de la magia del cine en los niños de nuestra época.
ResponderEliminarEl Tapir