Fragmento del prólogo de Josefina F. Aldecoa a los Cuentos completos, de Ignacio Aldecoa / Alfaguara, 1995 |
En la imposibilidad de publicar en el blog del gran Uribe (por su extensión) uno de los mejores (Solar del paraíso), del que ofrecemos un enlace a un blog que lo saca entero, nos permitimos reproducir íntegramente otro cuento, Al otro lado, creado en 1953, cuando la pareja vivía muy feliz a orillas del río, en un lugar —el paseo de la Florida— donde al otro lado abundaban las chabolas (aunque creemos que ya habían desaparecido los tendederos de ropa de las lavanderas del Manzanares que describiera Baroja y retrataron bastantes fotógrafos en las primeras décadas del XX).
Los tendederos y las lavanderas del Manzanares; al otro lado del puente, el Palacio Real |
Al otro lado
Desde el interior, por
el hueco de la puerta, lanzaron un cubo de agua sucia a la calle. El perro, que
dormitaba cercano al umbral, huyó con los cuartos traseros alobados de miedo,
el rabo capón perdido entre las patas. Paró carrera a una veintena de metros, a
pleno sol. Se sacudió. Giró la cabeza para tomar enemigo. Nada se oía. Alzó las
orejas. Se tensó en guardia. Los ojos, estriados de venillas coloradas,
observaron cautelosos. Ladró asustado. Su propia voz le produjo un espeluzno.
Gañó. Silencio. Estaba todo tranquilo y solitario. Agachó la cabeza, husmeó el
suelo y se decidió. Lentamente fue acercándose. Dos veces se detuvo. Cogió
confianza y avanzó más rápido. La tierra, endurecida y húmeda, le hizo buscar
otro lugar donde tumbarse. Dio vueltas en pausado remolino hasta que se echó. A
los pocos momentos dormía en ovillo.
En el interior de la
chabola, oscuridad; oscuridad cargada de modorra. Una mujer friega platos
metálicos en un cubo. Un hombre duerme, al fondo, tendido en el suelo, la
cabeza invisible bajo un periódico abierto a doble plana. Medio cuerpo cubierto
con una camiseta agujereada, medio sin tapujos, un chiquillo panzudo se mueve
con torpeza de cachorro de un lado a otro. Se atusa el pelo la mujer con el
dorso de la mano, hinchada y roja, que saca del agua, grasa, ocre, espumeante.
Vuelve la cabeza hacia el cajón sobre el que blanquea un trapo, alegran flores
en un bote y pica el tiempo un reloj despertador.
- ¡Martín!
Llama la mujer
suavemente, tal vez un poco temerosa. El hombre que duerme no se mueve.
- ¡Martín! - levanta
el tono -. ¡Que son las tres! El durmiente hace un movimiento previo de estirar
las piernas. Se incorpora de golpe, apartando el periódico, que cruje entre sus
manos. Tiene los ojos medio cerrados, abultados de sueño. Sopla. Tras soplar,
pregunta:
- ¿Ya son las tres,
Prudencia?
- Sí, ya son las tres.
Has de ir a la ciudad.
El hombre se levanta.
- Sí, sí; desde luego.
El niño, sentado en el
suelo, se lleva algo a la boca. Prudencia le mira.
- Paquito,
cochinísimo, tira lo que tienes en la mano.
El niño queda en
suspenso, con los ojos avizorantes.
- Tira eso, hijo, o
mamá te va a dar azotes.
Es la escena de
siempre. Martín abre las piernas al pasar sobre el niño. Se asoma a la puerta.
La cruda luz le deslumbra. Vuelve al interior.
- Prudencia, ¿hay un
poco de agua para que me pueda refrescar?
- Sí, hombre.
- Vaya calor el de
hoy. El río viene cada vez más bajo.
Prudencia recuerda:
- No olvides los
papeles, que te los pedirán.
- Los llevo en la
chaqueta.
- Bueno.
Los enseres son pocos
en la chabola: un colchón de saco y paja; algunas cajas vacías; una maleta de
cartón roídas las cantoneras; dos cubos; platos de metal y pucheros ahumados;
la ropa colgada de un clavo junto a la puerta; mantas dobladas haciendo cojín
de una silla de las llamadas de tijera; un rebujo de trapos...
La chabola está
construida con un trozo de valla, hojalatas, piedras grandes, ladrillos viejos,
ramas y papeles embreados, además de otros materiales de difícil
especificación. Los papeles embreados han sido cubiertos de limo, ya seco, para
que no se ablanden con el calor. A pesar de las precauciones tomadas por Martín
se descuelgan breves estalactitas negras por alguna juntura del techo y
churretones lacrimosos por las paredes.
En la chabola huele a
brea, a recocido de ranchada, a un olor animal, violento, de suciedad y
miseria. Se sienten los ruidos de las chapas, el zumbido de los insectos, un
largo gemido de madera seca de sol. Lejana se oye a la cigarra monotonizar a la
orilla del río, en un árbol. Duermen en esta hora, en los rincones, las
arañitas que pican de noche los párpados. Duerme el mal bicho que espanta, en
las fronteras de la madrugada, el sueño del chiquillo.
Es la chabola de
Martín Jurado y su mujer, una más de las que se extienden a la orilla derecha
del río, frente a la ciudad, blanca y hermosa, al otro lado.
Martín se ha lavado y
está dispuesto a marchar. Al ir a salir repara que una avispa ronda la cabeza
de su hijo, distraído en su juego de tatuar el suelo con un clavo roñoso.
Martín golpea el aire con la boina de color humo, vieja y sin forro, endurecida
de sebo en los bordes. Acierta a la avispa. Ésta, moribunda, se revuelve con
furia. Martín sale a la claridad total del campo, afueras de la ciudad. El
poblado de los forasteros, de los que llegaron a la ciudad en busca de trabajo,
está callado, solitario, al parecer inhabitado. Cambia de árbol la cigarra.
Espejea el río. Al pasar el puente, Martín lo contempla un momento. Es de débil
corriente. No se mueven las plantas de agua alargadas en tirabuzones. Martín
camina inquieto. La mirada en la ciudad. Tras de él queda el aduar de las
gentes de afuera.
Prudencia quiere
quitar de las manos de su hijo el clavo roñoso con el que el niño ha machacado
el cuerpo vibrátil de la avispa. Se resiste el chiquillo, y ha de cambiar la
madre el clavo por un peine roto. El simple juguete le alboroza. Del peine nace
un terco zumbar de insecto prisionero. Prudencia está en la calle. Duerme el
perro calentado por el sol, corrida la sombra con la hora. Perro flaco y de
poco medro. Perro mil padres y ninguno bueno, peludo, roano, morro de mono.
Perro de husma en vertederos, de crueles diversiones de muchachos, de mal fin
en caza de laceros. El perro se despierta atosigado de calor, palpitantes los
flancos, la lengua afuera. Se entra Prudencia y el perro tras de ella. Éste se
acerca al niño, que le mete una mano entre las fauces y luego le tira de las
orejas. El perro le lengüetea. Prudencia almacena ropa en un cubo; encima de la
ropa, un pequeño trozo de jabón color verde de berzal.
- ¿Quieres venir al
río, Paquito?
El niño balbucea. A un
brazo, el hijo; al otro, el cubo de la breve colada. De salida no cierra
Prudencia la puerta inútil de la chabola. Anda veloz. Las piernas blancas, con
pelotones de músculos, azuleadas de varices. Martín anda dando vueltas por la ciudad.
Cuando llegó con su familia se presentó en los talleres de pintura decorativa
en busca de trabajo. Martín, pintor de brocha gorda, regular oficial, allá en
su pueblo grandote, había hecho de todo. Sin embargo, decidió marcharse
aconsejado del hambre. Las oportunidades, creyó él, están esperando a la misma
entrada de las grandes ciudades, en los fielatos. Pero en la entrada de las
grandes ciudades y en el corazón de las grandes ciudades las oportunidades para
el forastero pobre se escapan con grotescos saltos de langosta. Al ir a ser
cogidas brincan, se van, y detrás no queda nada, o queda desesperación, un poco
de desesperación.
Martín Jurado hizo
alto con su familia a la orilla del río, frente a la ciudad, en un pueblo como
un pájaro negro, pronto a levantar el vuelo hacia cualquier región o provincia
donde se pudiera trabajar. Martín, sonreía al llegar, pero sus labios están ya
demasiado apretados para la sonrisa, y ahora...
Ahora Martín Jurado
sigue dando vueltas por la ciudad. Es un forastero del otro lado del río,
hombre que inspira alguna desconfianza. Sabe que primero son los de casa, los
de la ciudad, y después él y sus vecinos. Martín se siente extranjero: ellos
están fuera de la ciudad, la ciudad tiene fronteras con ellos.
Encuentra Martín a un
vecino apoyado en una esquina, junto a un gran anuncio de teatro.
- ¿Qué haces tú aquí?
- le pregunta.
- ¿Y tú?
Martín se encoge de
hombros.
- Ni sé...
- ¿Has encontrado
algo?
- No.
Se miran los dos
hombres. El vecino desvía los ojos y sigue con la vista a una anciana señora
apoyada en un bastón, sostenida del brazo derecho por una mujer joven.
- El asunto cada vez
está peor - dice Martín.
El otro contesta, al
parecer despreocupado:
- Sí, cada vez está
peor.
- ¿Sabes qué hora es?
- Las ocho, por lo
menos.
- Pues yo me vuelvo
para allá. ¿Vienes?
- No, me quedo.
Martín echa a andar
sin tener que sortear a la gente. Se le ocurre volver la cabeza. Se fija en la
esquina. Su vecino extiende la mano en un gesto tímido de petición. Alguien le
deja algo en ella.
No supo Martín si era
ira lo que sentía. Apresuró el paso. Buscó las calles vacías. Fue bajando hacia
el río. Cruzó el puente. Las primeras sombras ennegrecían las aguas; los
últimos resplandores del sol reflejaban en las nubes unas manchas rojas. Martín
descendió a la orilla.
A las puertas de las
chabolas discutían sus habitantes. Martín pasó cuatro; la quinta era la suya.
Sentada en un cajón descansaba su mujer con el niño sobre las rodillas. Se
reconocía el perro a unos pasos. Prudencia le vio llegar. Le dijo Prudencia:
- Nada, ¿verdad?
- Nada.
- Bueno, siéntate,
hombre.
Prudencia se levantó y
le dejó sitio a su marido. Quedaron los dos en silencio. Martín comenzó a
hablar muy lentamente.
- Nos tenemos que
volver al pueblo, Prudencia.
- ¿Tú crees que
tenemos que volver?
- Sí, nos tenemos que
volver.
Martín calló. Luego
volvió a afirmar:
- Sí, nos tenemos que
volver.
- Bien, Martín, lo que
tú digas, pero ya sabes que allá...
Las sombras abarcaban
todo el río. Todavía brillaba alta y blanca, en el anochecer casi azul, la
ciudad, al otro lado. Volaban los murciélagos sobre las aguas, unas a otras se
contestaban las ranas.
- ¿Prendo el carburo,
Martín?
- No, trae mosquitos.
- Te he preparado unos
tomates, Martín.
- Bueno, mujer.
El niño se dormía
sobre el pecho materno.
- Prudencia, no vamos
a esperar a tener que pedir, a que nos echen por pedir. Mañana nos largamos.
- ¿Mañana?
- Sí. Nos darán el
billete en la Alcaldía, no te preocupes.
El perro se fue a
refugiar entre las piernas de Prudencia. Se despertó el niño. Prudencia bajó la
voz y palmeó las nalgas de su hijo. La voz era un soplo.
- Duérmete, hijo,
duérmete.
Y comenzó a tararear
una canción de los aceituneros de su tierra. Martín Jurado miró al sereno,
profundo cielo del verano. Susurró:
- ¿Prudencia?
- ¿Qué?
- Tú, ¿qué dices?
- Yo lo que tú, si es
que al otro lado no hay nada...
- No, al otro lado no
hay nada.
Prudencia suspiró. Del
río llegaba un ligero frescor. Martín se levantó. La ciudad iba perdiendo
blancor, haciéndose sombra de mil ojos. Martín se entró a la oscuridad de su
chabola.
(1953)
Prometo ponerme al día con este escritor.
ResponderEliminarestoy en deuda con él.
Gran novelista y gran cuentista (en el buen sentido) que, como muchos de su generación, tuvo que hacerse maestro en el arte de la sutileza, del decir sin que lo parezca, como arma esencial para burlar la censura y poder publicar. En poco más de dos páginas te describe a la perfección todo un mundo de miseria y desesperanza. Magistral.
ResponderEliminarEl Tapir
Completamente de acuerdo. Un aspecto a tener en cuenta de lo que había en aquella época. MJ
Eliminar