viernes, 16 de noviembre de 2018

No apto para hipocondríacos (como G.U.)

Gran Uribe debe confesarles nuevamente que es un hipocondríaco de tomo y lomo. En eso se parece al dibujante Paco Roca, un buen contador de historias. De entrada, nunca abre las analíticas ni, por supuesto, pide el resultado por Internet para imprimirlo en casa. Tampoco inventa síntomas inexistentes, desde luego, pero cuando se presenta uno, por nimio que sea, siempre piensa ya en lo peor, en algo irreparable. Intenta protegerse de tal síndrome no leyendo los prospectos farmacéuticos ni navegando por internet a la busca de temas de salud (de falta de ella, mejor dicho), pero, siendo fiel a sí mismo, a veces no puede evitar caer en la tentación.

De ahí que, si alguno de sus múltiples seguidores tiene pensado hacerle un regalito por Navidad (por haberles entretenido un poco de cuando en cuando a lo largo del año) —tal como se les hacía a los antiguos guardias urbanos (por organizar el tráfico en los cruces, en circunstancias no siempre fáciles)—, no se opondrá, pero sobre todo... que no se les ocurra obsequiarle con uno de esos relojes como el de la historieta de Quico Jubilata de hoy.

Enlace:  https://twitter.com/QuicoJubilata/status/1063327282658504704 / (16/11/2018)



Y ya que hablábamos de prospectos médicos al inicio de esta entrada, sigamos con ello. Javier Marías no sabemos si es hipocondríaco o no, pero ha tenido ocasión (como todo hijo de vecino) de consultar algunos ejemplos de esa literatura de terror farmacéutica y nos lo explicaba así hace un tiempo:

[...] Lo mismo, supongo, sucede con las medicinas. Si uno lee un prospecto, lo normal es que no se tome ni una píldora, tal es la cantidad de males que pueden sobrevenirle. Son tan disuasorios que resultan inútiles. Bien, me recetaron unas pastillas para algo menor. Las tomé seis días y me sentí anómalamente cansado. Así que, contra mi costumbre, miré la “información para el usuario”, seguro de que la fatiga figuraría entre los efectos secundarios. Me encontré con una sábana escrita con diminuta letra por las dos caras. El apartado “Advertencias y precauciones” ya era largo, y desaconsejaba el medicamento a quien padeciera del corazón, del hígado, de los riñones, diabetes, tensión ocular alta y qué sé yo cuántas cosas más.


Fragmento del prospecto de un antiinflamatorio
Pero esto era un aperitivo al lado del capítulo “Posibles efectos adversos”, dividido así: 

a) “Poco frecuente (puede afectar hasta a 1 de cada 100 personas)”; b) “Raro (hasta a 1 de cada 1.000)”; c) “Desconocido (no se puede determinar la frecuencia a partir de los datos disponibles)”. 
Luego venía otra tanda, dividida en: a) “Muy frecuente (más de 1 de cada 10)”; b) “Frecuente”; c) otra vez “Poco frecuente”; d) otra vez “Desconocido”. 

La exhaustiva lista lo incluía casi todo. Piensen en algo, físico o psíquico, leve o grave, inconveniente o alarmante, denlo por mencionado. Desde “erecciones dolorosas (priapismo)” hasta “flujo de leche en hombres (?) y en mujeres que no están en periodo de lactancia”. 

Desde “convulsiones y ataques” hasta “sueños anormales” (me pregunto cuáles considerarán “normales”), “pérdida de pelo”, “aumento de la sudoración” y “vómitos”. Desde “hinchazón de la piel, lengua, labios y cara, brazos y piernas” hasta “pensamientos de matarse a sí mismo” (el español deteriorado está por doquier: normalmente bastaba con decir “matarse”; claro que nada extraña ya cuando uno ha oído o leído en numerosas ocasiones “autosuicidarse”, lo cual sería como matarse tres veces). De “urticarias” a “chirriar de dientes”. De “aumento anormal de peso” a “disminución anormal de peso”. De “alegría desproporcionada” a “desfallecimiento”.

Huelga decir que al sexto día dejé las pastillas. Por suerte nada de lo amenazante me había ocurrido, cansancio aparte. Pero ya me dirán con qué confianza u optimismo puede uno ingerir algo de lo que espera beneficio y no maleficio. Lo que más me llamó la atención fue el subapartado “Efectos adversos desconocidos”. Deduzco que ningún paciente se ha quejado aún de los daños en él descritos. Pero, por si acaso surge alguno un día, mejor incluir todo lo posible. Eso, obviamente, es infinito. [...]

Javier Marías, Literatura de terror farmacéutica, EL PAÍS SEMANAL (6/11/2016)



En fin, no se sabe ya qué es mejor: si tener la cultura necesaria para descifrar esos espantosos criptogramas, o... no tenerla, en cuyo caso podría sucedernos que haya que telefonear al facultativo para que nos explique el "modo de empleo" (que ahora se le llama "cómo tomar", por cierto).

Juan José Millás, Posología de la dosis (fragmento); Articuentos completos, Ed. Seix Barral, Biblioteca breve (2011), pág. 433

6 comentarios:

  1. Ud. sabe, G.U. que hoy en día todo el mundo (en general), tiende a saber de todo.
    Wikimierda se encarga de ello.
    Los apoyados en las tancas de las obras saben de ingeniería.
    Los parados te aconsejan como llevar tu empresa.
    Los pacientes se automedican porque "eso ya lo sabían".
    Los conductores, de mecánicos.
    Las abuelas hacen de madre porque ya lo habían regentado antes.
    Las madres hacen de amigas de sus hijos.
    Los hijos hacen de tiranos (sin haber leído a Vargas Llosa)....y nadie hace su trabajo a la perfección porque nos preocupa más el que está efectuando el del vecindario.

    Cuando mi médico/a de cabecera deseé saber la tensión, se me me la mandará tomar y no me la tomaré yo. Así lo hará con las pulsaciones, los hematocritos, sus amigos , los leucocitos y demás parentela.
    Hace tiempo lo dije a la familia: ni se os ocurra una mierda de esas, yo del reloj sólo quiero la hora, y que la de bien, y para eso sólo hay muy pocas marcas que sirvan, y son caras.
    Así que ni tengo un Patek Phillippe, ni reloj de pulsaciones-cuentapasos-marcaritmos-marcapresiones.

    Salut

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  2. En las reuniones de familiares o amigos, siempre hay uno o varios de esos que lo saben todo de todos los asuntos y lo que no saben lo consultan discretamente por debajo de la mesa en el móvil (google, "wikimierda", etc) y aprovechan para sentar cátedra con una encomiable seguridad en sí mismos, mientras los que más saben callan pacientemente, por no querer entrar en polémicas absurdas que, si hay alcohol por medio, pueden llegar bastante abruptas en aras de nada.

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  3. El chiste de los supositorios es un clásico, aunque yo lo conocía mucho más "adornado". En cuanto a lo que explica Javier Marías, me está ocurriendo lo mismo con un documento que me han hecho firmar en el hospital autorizando la operación que me tienen que hacer. La firmé en su día, pero el otro día la releí y me estoy arrepintiendo de haberlo hecho...
    El Tapir
    El Tapir

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  4. Lo de hablar de enfermedades en reuniones es comprometido. Claro que también lo es hablar de otras muchas cosas, así que cada vez hay que tener más "cintura" para moverse en la tira de temas. En cuanto a las operaciones, si no son obligatorias y se puede decidir, una de las opciones es "que me quede como estoy". Puede que por cobardía. MJ

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  5. Por circunstancias que no vienen al caso, me encuentro con un cajón del comedor lleno a rebosar de medicinas recetadas por distintos facultativos. Ante las amenazas terroristas que proclaman hasta los remedios más aparentemente inocentes, he tomado mis medidas de autoprotección: he reunido todos los prospectos/sábana sujetándolos con una pinza de la ropa. El objeto es tenerlos a mano, por si se me olvidara de para qué sirve cada preparado. Renuncio a leer nada de su contenido. La posología recetada por el médico, así como la duración del tratamiento (y las fechas de inicio y final) las dejo apuntadas a boli en la cajita correspondiente. Cajita nueva, nuevas anotaciones. Final del tratamiento, cajita al container de la farmacia. Eso es lo que me dicta mi instinto de supervivencia.
    nvts

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  6. Bienvenido/a y bien hallado/a a esta, su casa. Es usted muy organizado/a, por lo que explica. Su protocolo lo tendré en cuenta, ya que los prospectos, en mi caso, permanecen en sus cajas aunque sin utilidad alguna y, como ya se puede suponer, cuando abro la caja nunca es por donde están las pastillas sino que lo primero que me encuentro es el folleto dobladito, con el consiguiente engorro. Una especie de caso particular de la Ley de Murphy y el pan con mantequilla.

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