sábado, 3 de noviembre de 2018

El viaje en tren de Manuel Vilas

«Vivimos en una cultura de trato presencial, con un buen clima y mucha vida social. Los españoles hablamos muy alto, interrumpimos a los demás y somos poco discretos en el trato verbal, a diferencia de otros países europeos», explicaba Carlos Martínez, director de un Máster en Gestión Ambiental del IMF Business School.



Bueno, no hace mucha falta que nos lo diga ese docto sujeto, porque es algo que sabemos todos. Un pariente de este bloguero, llamado Gerardo, siempre decía que "en Madrid gritan mucho, y nunca cierran las puertas". Lo de las puertas no lo sabemos, pero lo de que se grita mucho no es exclusivo de Madrid. Nos lo encontramos por doquier, en la calle, en bares y cafeterías, en salas de espera, y no solo por parte de gente joven, generalmente más expansiva, sino de cualquier edad. A G.U. le amargó en cierta ocasión la estancia en un balneario cerca de Albacete, al que había acudido para intentar relajarse de las clases. Allí coincidió con un numeroso grupo de personas de edad provecta que estaban de un humor excelente, sí, pero que consiguieron ponerle a uno de los nervios con sus berridos y risotadas; tuvo que huir de allí. No es preciso que haya alcohol por medio, pero si lo hay... ¡madre de Dios!

Pero a todo ese griterío, se junta la grosería, la incultura, la chabacanería, el pensar que estamos solos o que, si no lo estamos, a los demás les tienen que divertir mucho nuestras bromitas. Desde luego que a Manuel Vilas, un tipo bastante adusto (tiene motivos: lean Ordesa o su artículo Redención), no le hacen ni gorda de gracia, como queda patente en su columna de hoy en EL PAÍS, en la que nos relata un viaje reciente en un tren Alvia:

Un tren Alvia a su paso por la estación de Aguilar de Campoo (Palencia)

«Realicé hace un par de días un viaje en un tren Alvia que resultó ser una pesadilla. No quiero exagerar, pero lo que vi creo que era también restos del franquismo social, o directamente de la Edad Media. Vi lo siguiente: tres matrimonios de jubilados no en animada charla, sino contando chistes sobre maricones y gitanos a voz en grito. Chillaban, rugían, berreaban. Dos niños corriendo por el pasillo y pegándole a los pasajeros y su madre hablando por teléfono a ladridos con su exmarido. Aparecieron más matrimonios vociferantes. Un hombre sacó una bandurria y se puso a cantar canciones. Corrí buscando ayuda. Encontré a un revisor, le expliqué la situación. Cuando terminé de informarle, le llamaron al móvil. Era su mujer. Se puso a hablar con su mujer también a voz en grito. Cuando terminó, me dijo que me cambiara de vagón. ¿A qué vagón me cambio? le pregunté. Me dijo que la cosa estaba mal porque el tren iba lleno. Y se echó a reír. Y se fue.

 Me fui al bar del tren, donde me topé con una media docena de chavales deportistas que hablaban con aullidos y se hacían selfies que luego compartían en las redes. Me fui al lavabo. Flotaba una hez dentro del inodoro. Volví a mi vagón. La juerga seguía. Mi vagón se había convertido en un bar de pueblo, en un inmundo casino de pueblo, en una verbena soez, llena de olés. Solo faltaba que la gente se pusiera a fumar y a escupir. También olía mal. Se oían flatulencias escondidas en las risas. Un septuagenario rijoso llevaba unos tirantes con los colores de la bandera de España. Tuve que escuchar todos los chismes del pueblo de donde eran mis compañeros de viaje.

Manuel Vilas, a bordo de un tren Alvia
Dos octogenarios se pusieron a bailar. Uno se cayó encima de la mujer del otro. “Le has tocado las tetas a mi mujer”, gritó eufórico de risa y de barbarie. Luego, sacaron los embutidos. Comían chorizo, queso y bebían vino de una bota. Eructaron. Se carcajeaban. Celebraban un viaje a Madrid. Me enteré de cómo se llamaban todos. También me enteré de cómo se llamaban sus familiares, a los que telefoneaban de vez en cuando. 

Discutían sobre dónde iban a celebrar la Navidad. Se trataba de una peña, una especie de asociación de entretenimiento y ocio. No era divertido lo que estaba viendo. Estaba asistiendo al robo del espacio público por parte de unos españoles maleducados, zafios e incluso crueles. Porque la mala educación en España es crueldad hacia el otro. Me quejé y se rieron. No entendieron que me quejase. No eran culpables de su mala educación porque no eran conscientes de que un vagón de tren es un espacio de todos. No me veían. Ni veían al resto del pasaje. Solo existían ellos en el mundo. Ellos y su crueldad hacia nosotros. No eran mala gente. Eran el eterno retorno de aquella España que nunca se fue del todo. Sentí nostalgia, incluso una negra nostalgia de mí mismo, porque de allí vengo».

 Manuel Vilas, Negra Nostalgia, EL PAÍS (3/11/2018)

4 comentarios:

  1. Creo que es un hecho cotidiano. La frase : " ...No eran culpables de su mala educación porque no eran conscientes de que un vagón de tren es un espacio de todos. No me veían. Ni veían al resto del pasaje. Solo existían ellos en el mundo..." resume con fidelidad la situación.
    Hoy se puede ser invidente que todos en el autobús te van diciendo donde se encuentran. No tienes más que parar la oreja para sentirlo. El "Ahora estoy en plaza Cataluña, dentro de nada nos vemos en el Corte Inglés", es de lo más normal del mundo. ¿Quién no se ha enterado en alguna ocasión los desbarajustes familiares cuando las personas hablan por el movil en el autobús?...
    En fin cosas veredes que farán fablar a un tuerto.
    Salut

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    1. Avalo todo lo que dice Manuel Vilas en ese artículo, quizá porque he vivido experiencias muy similares. Está bien el buen humor y la alegría, pero hay que intentar no ser molesto a los demás cuando hay gente alrededor que no tiene nada que ver con eso.
      En cuanto a lo del móvil de que habla Tot Barcelona, ¡cuánta razón tiene y qué falta de recato para tratar en público temas personales, sean familiares o laborales!

      Muchas gracias
      F.G.

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  2. Cada vez soporto peor a la gente que habla a gritos. Por ejemplo, es difícil encontrar un bar o restaurante en el que puedas hablar tranquilamente con tu(s) acompañante(s), porque el griterío de fondo te lo impide. Al final, o desconectas resignadamente, o acabas también hablando a gritos para que te oigan. Y así, el griterío va aumentando progresivamente y la estancia se hace sencillamente insoportable. He aprendido a valorar cada vez más aquellos lugares en los que, aunque haya gente, sus conversaciones no te impiden tener la tuya propia, pero qué pocos hay... Supongo que es, en primer lugar, un problema de educación, pero también de falta de insonorización del local, un tema este en el que nadie parece pensar cuando se diseña el local.
    El Tapir

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    1. Yo también lo soporto peor, aunque en ocasiones lo he practicado, eso de hablar a gritos, sobre todo si media alguna copichuela.

      Al mencionado Gerardo, hombre de cultura francesa, le molestaba mucho nuestra manera de expresarnos, más hispana. Solía exclamar: ¡No gritéis tanto; parecéis de Madrid!

      Pero muchos guiris, ya sabe de lo que hablo, cuando aterrizan por aquí, conociendo de qué va esto, empiezan a gritar como posesos, considerando con acierto que esto es "can Picha". Pero son minoría. Sin detenerse a discernir los rasgos étnicos, suele ser fácil distinguir en un local turístico a la gente nativa de los foráneos, en general menos gritones, salvo que el tinto o la cerveza... (pero también a los niños, ojo al dato, casi siempre más contenidos los hijos de estos últimos).

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