sábado, 12 de septiembre de 2020

Sobre «Vacaciones en el Cáucaso», de María Iordanidu

No, no se dejen engañar por el título: Vacaciones en el Cáucaso, de la novelista turca María Iordanidu (Constantinopla, 1897 – Atenas, 1989). No estamos hablando de un folleto turístico ni de un libro de viajes, aunque bien podría constituir una lectura ideal para las vacaciones, no precisamente en el Cáucaso. Es una buena novela, agradable, sencilla y muy bien escrita, en la modesta opinión de G.U., un lego en la materia. Y es que «cuando alguien sabe encandilar al lector con sencillez y posee el don de captar siempre lo significativo, tanto de la vida corriente como del horror de una guerra civil, se merece escribir un libro tan hermoso como éste», dice José Mª Guelbenzu en Babelia, en su artículo titulado Las cosas son así:

Se trata de un relato autobiográfico, narrado en 3ª persona por la autora, que cubre cinco años de la vida de Ana, la protagonista de la historia, una adolescente turca. Ella está sumida en la rutina de su vida en Estambul (Constantinopla, en la novela), cuando unos parientes la invitan a pasar las vacaciones del verano de 1914 en el Cáucaso, en la ciudad de Stávropol, con aviesas intenciones que se desvelan más adelante. La zagala se toma el asunto con la ilusión propia de sus dieciséis años, ansiosa por ampliar sus horizontes.


Lo malo es que ese viajecito empieza pocas semanas después del asesinato del archiduque Francisco de Austria, que desencadenó el inicio de la Primera Guerra Mundial. La travesía comienza por el Mar Negro hasta el puerto de Batumi, donde ha quedado con sus parientes para seguir el viaje hasta Stávropol. Todo va bien en un principio, pero el caos empieza ya a ser enorme en esos momentos tan convulsos, por lo que Ana se pierde y no los encuentra allí.

Total, que toma varios trenes al tuntún, ya que todavía no sabe ni una palabra de ruso y no se orienta en las estaciones, que están totalmente masificadas, llegando erróneamente hasta Bakú, ya en el Mar Caspio. Desde allí, deshace un buen trecho en una tartana, que conduce un rústico personaje llamado Panteléi. Las vacaciones no se le han agotado y ella por entonces todavía conserva parte de su buen humor, incluso durante los chaparrones que caen durante la ruta en la telega de ese sujeto. He aquí un ejemplo:

«"—Ejmá! ¡Tprrr! El caballo se detuvo. Panteléi corrió a refugiarse en el interior de la carreta, debajo del toldo. Quien no haya sentido el hedor campesino, el hedor ruso, no sabe lo que es bueno. En cuanto Panteléi se metió en la telega, Ana se tapó la nariz. Las ocas se pusieron a graznar desesperadas y sacaron la cabeza fuera de la lona para poder respirar. El cochinito se desmayó.

El hedor ruso es famoso. Tanto que cuando el ogro del cuento popular entra en su casa, en vez de decir "Aquí huele a carne humana", dice "Aquí huele a ruso". Ana se tapó la nariz y se alejó todo lo que pudo de Panteléi, en espera de que escampara el aguacero».

Total, que, entre unas cosas y otras, tarda dos meses y medio en llegar a su destino en la ciudad de Stávropol, pero allí sus parientes... ni están ni se los espera. Pero es tal el desbarajuste que Ana no puede volverse a Estambul y ha de ganarse la vida dando clases de inglés. Se trata de un idioma que ella desconoce por completo, pero que está muy de moda en pleno conflicto, al ser Inglaterra una potencia aliada de Rusia. Por ello no le falta clientela de alto copete, una gente que se piensa que Ana es inglesa, un pequeño detalle que ella no desmiente porque necesita ganarse la vida. Una familia adinerada la aloja en su casa con gran ilusión, ya que creen que esa chica les va a enseñar los secretos de la lengua de Shakespeare, autor al que al fin podrán leer en su idioma original.

Aquí empieza a explicarnos lo mal que lo pasa, la pobre, dando clase de algo de lo que no tiene ni idea. Pero luego le cogerá el tranquillo al asunto y acabará incluso aprendiendo el ruso, no en vano la zagala va madurando a toda pastilla.

«Hablaban con toda libertad de Ana frente a ella, creyendo que no entendía ruso. Comentaban su edad: "¿No os parece pequeña para ser estudiante?" Anatol Kuzmich dijo que los pueblos de la Europa noroccidental tardaban en madurar y conservaban su juventud hasta la vejez. Dijo que comenzaría inmediatamente sus clases de inglés con ella porque estaba impaciente por leer a Shakespeare en el original.

Lo oyó Ana y le agarró una tiritona. Sintió que se ruborizaba. Vio el vapor que subía del samovar y envidió que pudiera evaporarse. ¡Ah, Virgen Santa, si también ella pudiera evaporarse! Los demás se dieron cuenta de que algo le ocurría e intentaron comunicarse con ella a base de sonrisas. Iván Ignátievich le soltó todo el inglés que sabía: Manchester, Liverpool, roastbeef. Ana respondió con sonrisas, y de cuando en cuando soltaba también un «Ou!». Aquella noche, cuando Ana se fue a dormir, entendió que la felicidad no está en pasarlo bien, sino en tener el alma en paz».

Campesinos rusos en Stávropol durante la hambruna de 1921 / [Photo12 / UIG / GETTY]
Pero la guerra va cada vez peor para Rusia, comienzan las privaciones y el hambre. Tras la "Revolución de Octubre", se inicia una cruentísima guerra civil —los rojos contra los blancos— cuyas consecuencias para la gente de esa ciudad quedan muy bien descritas en la novela, con lo que Ana sigue sin poder regresar a Estambul. En algunos momentos recuerda a Celia en la revolución, de Elena Fortún, una novela de la que ya hemos hablado aquí en alguna ocasión. 

Al fin se despeja un poco el panorama, pero el camino de vuelta a casa desde Stávropol a Estambul, pasando por el puerto de Batumi, no es ciertamente un camino de rosas. Nos lo explica la autora con bastante crudeza a lo largo de varias páginas; se acabaron las bromas, aunque sigan sin faltar momentos para el humor. Una pequeña muestra:

«Si el viaje de Batumi a Stávropol duró dos meses y medio, el de Stávropol a Batumi, al cabo de cinco años, batió récord, porque duró ocho largos meses. ¡Caray con el viajecito de placer que le habían propuesto! ¡Vaya invitación! Algunas veces hasta la tragedia tiene su lado cómico.

Más tarde, de esa travesía, en la cabeza de Ana no quedó sino una especie de bruma donde el tiempo ya sólo se medía por acontecimientos, sucesos, imágenes en desorden que de cuando en cuando se encendían como bengalas para apagarse después en las oscuras profundidades de la memoria. Se medía también por los altibajos del dolor. Un dolor insoportable. Familias empujando cochecitos de bebé cargados de lo poco que les había quedado. Niñitos agarrados a las faldas de sus mamás, criaturas de pecho en los brazos de sus padres.

La tierra devastada, los campos asolados. Los terraplenes y una nube negra de cuervos que aleteaban y picoteaban. Aldeas en ruinas y, entre los escombros, fusiles rotos, carretas volcadas, un caballo muerto, un cañón abandonado y, a un paso, la bacinica de un niño pequeño. Campanarios derribados, la mitad de una cocina que había quedado en pie, sólo eso, la mitad, y en su única pared, colgada una cacerola.

Ekaterinodar, Novorosíisk. Y luego la odisea de Ana en barcas y falucas, de puerto en puerto hasta llegar a Batumi. En Ekaterinodar la gripe estaba haciendo estragos. A los muertos los trasladaban en carretillas, amontonados unos sobre otros. Esa gripe era como el tifus, porque la temperatura iba subiendo paulatinamente.[...] Cuando Ana llegó a Novorosíisk, hacía un frío tremendo porque soplaba el nord-ost, ese viento tan fuerte que llega del noreste. Un frío tremebundo. La terminal marítima estaba a reventar, y a reventar estaban también todos los lugares al abrigo del viento, aun en los porches de las casas había gente. ¿Dónde se podía una refugiar?»

En fin, la novela acaba bien a partir de la partida desde ese puerto y su llegada a Estambul, no en vano lo explica su autora, que vivió esos hechos en primera persona siendo adolescente. A pesar de haber debutado como novelista cuando tenía ya sesenta y tantos años, parece realmente escrita por una persona joven y más bien optimista. El final quizá sea un poco precipitado, hasta el punto de que sabe mal que se acabe la historia de manera tan súbita. También abundan tal vez en demasía las palabras rusas (en cursiva), pero eso nos permite ¡aprender algo del idioma de Chéjov!



Lo cierto es que G.U. no ha hecho este año ningún viaje como solía y ha pasado en casita desde marzo muchas más horas de las habituales. «Es, pues de saber —parafraseando a Cervantes— que este sobredicho G.U., los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros». Pero no se inquieten: «del poco dormir y del mucho leer» ni se le secó el celebro ni vino a perder el juicio, como al personaje creado por Cervantes. La verdad es que la lectura le ha sido de gran provecho para sobrellevar este tipo de vida, tan hogareña como poco ventilada. En este tiempo ha caído un poco de todo: arte, ensayos, poesía, historias gráficas y, sobre todo, relatos cortos, autobiografías y novelas. 

Ellas le han permitido, entre otras muchas aventuras, cabalgar con don Quijote por los dilatados horizontes de los campos de Montiel en la Castilla de comienzos del XVII; disfrutar de los paisajes del condado de Sussex en compañía de los Cazalet y de Elizabeth Jane Howard; revivir el Carmelo del franquismo de la mano de Juan Marsé; las marismas de Luisiana de los años cincuenta gracias a Tim Gautreaux o el Manhattan de Woody Allen, y ahora asomar la nariz a la Rusia del Cáucaso en los convulsos comienzos del XX. ¿Qué más se puede pedir sin salir de casa?

3 comentarios:

  1. ¨Vacaciones en el Cáucaso" me ha resultado una lectura llena de encanto. Los horrores del mundo exterior se disipan ante la actitud resuelta, intrépida y al mismo tiempo juiciosa de la joven protagonista, que se adapta admirablemente a la realidad. A mí también me ha evocado a la protagonista de ¨Celia en la revolución", deliciosa novela a pesar del terrible momento histórico que en ella se refleja.

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  2. La tendremos en cuenta. Gracias, G.U.

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