domingo, 20 de noviembre de 2016

¿Por qué cambia uno de chaqueta?

Estamos en esos clásicos días en que se está vendiendo el pescado y hay que espabilar para "salir en la foto". El bullicio es tremendo en torno a Moncloa y ministerios diversos para ver qué se pilla, mientras que hay otros que... los tienen "por corbata". Para aquellos a los que no saben dónde recolocar, siempre quedará Bruselas; allí pagan bien, sí, pero hace frío.

Pero esto no es de ahora. En los años del reinado de Fernando VII, hace ahora dos siglos, cambiaban a los ministros varias veces al año, para ver de acomodarse a lo que iba pasando. Pipaón, uno de los personajes de los "Episodios nacionales" de Galdós, es un pelotilla del rey que pisa fuerte, brujulea mucho por allí, hace de correveidile y se mueve en los aledaños del poder como pez en el agua. Él cree que, en justa reciprocidad, le ha llegado el momento de recibir una recompensa, pero no ve claro que eso vaya a ser así, a pesar de que —de manera un pelín imprudente—ya ha comunicado a los amiguetes el chollo que le iba a caer, y éstos, a su vez, ya le han hecho regalos y empezado a formularle peticiones.

Pasa una noche fatal y, al fin, va a ver al ministro de turno a ver si le dan ese ansiado cargo de Consejero. Lo que le dan... es que "le dan por el saco" (le ofrecen exportarlo a "Indias") y, por tanto,  no es raro que ese sujeto acabe cambiando de casaca (hoy diríamos chaqueta), de ahí el título de "La segunda casaca". Pero dejemos que nos lo cuente Galdós, que lo hará mejor...

[...] Hízome sentar a su lado; ofrecióme un polvo, que rehusé; dióme después un cigarrillo, y tras un par de toses, habló de esta manera:

—Querido Pipaón, anoche me habló largamente de usted Su Majestad. Conviene en la precisión de dar a usted un puesto correspondiente a sus dilatados... a sus dilatados servicios.
—En efecto -repuse-; la última vez que tuve el honor de entrar en la cámara real Su Majestad me dijo que la plaza vacante del Consejo Real sería para mí.

El ministro cerró fuertemente un ojo, torciendo con extraño mohín la boca. 

—¿La vacante del Consejo?... -balbuceó-. Sí...en efecto; yo mismo prometí a usted... Si de mí solo dependiese;  pero...
—¿Pero qué... pero qué? -dije remedando la perplejidad de Lozano-. ¿Es esto formal? ¿Se puede decir hoy una cosa y mañana otra? Si se me cree indigno de formar parte de una corporación en la cual han entrado peluqueros, boticarios y mozos de caballerizas, díganlo de una vez... ¿Por ventura la he pretendido yo?

—No, ya sé que es usted modesto.
—Yo no he pedido la plaza... han venido a ofrecérmela, empezando por el Rey; me han estado pinchando mucho tiempo; me han sacado de mis casillas... Si yo no quiero ser consejero, si no quiero figurar... Por todo el oro del mundo no sacrificaría mi dignidad en cambio de una posición.

—Vaya, Sr. de Pipaón, no se amosque por tan poca cosa -dijo el buen Torres-. ¿Por qué no espera usted ocasión más favorable? Siendo usted quien es, no tardará en ser consejero. Pronto habrá más vacantes. Aguarde usted unos meses... Su Majestad la Reina Doña Amalia estará embarazada bien pronto. Cuando venga lo que ha de venir, se repartirán muchas mercedes, sobre todo si es Príncipe...
—Señor Ministro -repuse, sin poder contener mi sofocación-; se han burlado ustedes de mí. Esto no se hace con un hombre que ha prestado tantos y tan difíciles servicios al Reino, al Rey, a los amigos, a usted mismo.

—Es verdad, por eso dije que anoche acordamos darle a usted una recompensa magnífica -afirmó su excelencia melifluamente.
—¿Cuál?

—Puede usted escoger. La Superintendencia de la Moneda en Méjico, la...
—¿Indias, Sr. Lozano? -exclamé con el mayor desdén-. Ya sabe usted que no me gusta viajar por mar. Puesto que se me trata de ese modo, renunciaré a servir en la Administración. Para ir a América y labrarme en cinco años una fortuna, no necesito que el Gobierno me dé un destino con visos de destierro.

Ilustración: Enrique Mélida
—Entonces, amiguito... Debo advertirle que Su Majestad fue quien manifestó deseos de que marchase usted a América.
—Es raro -respondí-. La última vez que nos vimos, Su Majestad no me dio un canastillo de cerezas como a Campo Sagrado, ni un mazo de cigarros como a Villamil. Yo no pretendí la plaza de consejero; yo no la quería; yo no di paso alguno para que se me diera; pero me la ofrecieron: se ha dicho que yo iba a entrar en el Consejo; he recibido ya las felicitaciones y aun algunos regalos anticipados como previa acción de gracias por beneficios que no he hecho todavía... por consiguiente, si ahora salimos con que no hay nada, mi situación no puede ser más grotesca. Mi dignidad, mi honor, indúcenme a no admitir otro destino que el de Consejero.
—Pues hijo -repuso Lozano, dando un suspiro-. Lo que es eso... La vacante está ya provista.

Y me alargó un papel que tomó de la próxima mesa.

Benito Pérez Galdós, La segunda casaca, (Madrid, 1883), fragmento del capítulo V




[Momento en que el señor Pipaón cambió una vez más de casaca y dejó de ser de los de Fernando VII]

4 comentarios:

  1. Porque quiere estar o seguir estando en el candelero.

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  2. Los tiempos pasan, pero las cosas de palacio cambian poco. Magnífico fragmento que le viene que ni pintado a la situación actual, de renovación de personal en la Administración.
    nvts

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    1. Un Galdós en plena forma, el de "La segunda casaca", con un humor finísimo.

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  3. Pues sí, de rabiosa actualidad para recolocados y, no lo olvidemos, para chaqueteros de toda índole.

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