Portada de Años lentos |
Con una estructura que recuerda bastante a la del Lazarillo de Tormes, Fernando Aramburu ofrece —en palabras de la contraportada— «una brillante reflexión de como la vida se destila en una novela, cómo se trasvasa el recuerdo sentimental en memoria colectiva, mientras su escritura diáfana deja ver un fondo turbio de culpa en la historia reciente del País Vasco».
Narra la historia de un niño navarro que, dado que su madre no puede costear su manutención, es enviado por ella a casa de su hermana MariPuy, en una barriada de San Sebastián, a finales de los sesenta. Allí convive con esa familia, que tiene dos hijos (Julen y Mari Nieves, sus primos), durante nueve años, inmersos en un nacionalismo creciente, impulsado por los curitas.
Fernando Aramburu, Años lentos, TUSQUETS EDITORES, 2011 (págs. 47-48) |
Decía ayer Eduardo Mendoza, en su estupendo discurso de recepción del premio Cervantes:
«Ésta es, a mi juicio, la función de la ficción. No dar noticia de unos hechos, sino dar vida a lo que, de otro modo, acabaría convertido en mero dato, en prototipo y en estadística. Por eso la novela cuenta las cosas de un modo ameno, aunque no necesariamente fácil». Pues en eso estamos. Este sería un ejemplo de lo que dice Mendoza.
Me encantan tanto Aramburu, como Mendoza y no sólo por sus libros, también por lo que dicen y cómo lo dicen. MJ
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