Héctor Abad |
Por eso, porque ha vivido ese ambiente a diario en aquellos países, alucina cuando ve que mucha gente, incluso culta, piensa por estos lares que en este país se vive en una especie de sanguinaria dictadura que hay que abolir; en una especie de "Francoland" (como dice Muñoz Molina) plagado de los más sombríos estereotipos. Quizá es eso lo que le ha animado a escribir en su página web el artículo "Cataluña: Espejo roto", parafraseando el título de la novela de Mercé Rodoreda. Ayer lo comentaba en TV.
«Siempre me ha espantado la idea de lo difícil que es crear, construir algo, y lo fácil que es destrozarlo. Tiene uno una copa de cristal en la mano, hermosa en su fragilidad, íntegra, capaz de contener el vino o el agua y de mostrar, suspendida en el aire, los colores del líquido. Pero basta un descuido, una torpeza, un momento de rabia, para que esa copa se vuelva añicos. Y el proceso es casi irreversible: recomponer y pegar los pedazos de esa copa rota, poner en su lugar cada fragmento, cada astilla, es tan difícil que más vale ahorrar y pagar el trabajo de otra copa nueva.
Hay una gran novela catalana,
de Mercé Rodoreda, "Espejo roto", Mirall trencat en el original. En ella se
cuenta el proceso de construcción de una familia, de qué forma el amor y el
bienestar crecen y se consolidan. Luego vienen los años, la decadencia, y sobre
todo la Guerra Civil, y ese espejo se hace añicos, se vuelve ripio irremediable
e imposible de armar. La España rota, dolida, resentida, que dejaron Franco y
la Guerra Civil, vivió un lento y difícil proceso de sanación y reconstrucción
que se llamó “la transición”, la ardua construcción de un sistema democrático
en el que cupieran los comunistas, los socialistas, los descendientes del
franquismo, de la falange, los vascos y los gallegos, los andaluces y los
catalanes, los católicos y los ateos. En desacuerdo, pero sin matarse. El salto
adelante que dio España desde la muerte de Franco, en 1975, es un camino
asombroso de desarrollo y concordia.
Algo parecido puede decirse
de Europa. Este curioso territorio que va desde el occidente de Rusia hasta el
océano Atlántico, abigarrado de lenguas, de etnias, de pueblos, de migraciones
e invasiones, se dedicó durante siglos, durante milenios, a hacerse la guerra.
Con las dos guerras mundiales del siglo XX se llegó a las peores orgías de la
muerte. Y de repente, como si hubiera ocurrido un milagro, los pueblos de
Europa tomaron, como diría Borges, “la extraña resolución de ser razonables” y
decidieron “olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”. La construcción
de la UE, del euro, del mercado común, de la libertad de movimiento, fue una
especie de sueño realizado con un lento trabajo de muchos relojeros. No era una
copa perfecta, pero era el vaso menos imperfecto que la política europea
hubiera visto nunca: más de 70 años de paz, de crecimiento económico y de
construcción de las sociedades más saludables, seguras y menos injustas que se
hayan visto nunca. Todavía con injusticias y oprobios, sí, pero las menos
horribles si se las compara con su propia historia y con el resto del mundo.
Esa copa tan difícil de
construir, ese espejo en el que otras partes del planeta nos mirábamos como una
imagen alcanzable y posible, empieza a resquebrajarse. Trump y Putin celebraron
felices el odioso salto al vacío del Brexit. ¡Qué bien: Europa vuelve a sembrar
la semilla de la discordia! ¡Qué maravilla! Y ahora Cataluña, como imitando a
esos países centroamericanos que una vez fueron una sola copa, frágil y
quebradiza, quiere separarse y apropiarse para sus solas élites de un trozo del
espejo. ¡Qué dicha! ¡Los Mas y Puixdemont y Pujol serán llamados Presidentes de
un Estado independiente! ¡Tendrán embajadas, himno y ejército! ¡Serán otro país
con voto en la ONU!
Y para esto les han dicho a
sus jóvenes (que no vieron la guerra ni vivieron la transición) que ellos viven
en un país horrible. Que tener salud, educación, transporte, tranquilidad, una
propia lengua que pueden hablar libremente, empresas, teatros, editoriales,
librerías, bancos… que todo eso es basura. Que es un robo de España. Que hay
que romper la copa, romper el espejo, y mirarse el rostro tan solo en el añico
de su propio ombligo. Como Nicaragua, como Honduras, como El Salvador: ¡países
pequeños, pero independientes! ¡Qué dulce sabe en la boca esa palabra:
Independencia! Cuando les duela el estómago y vean que era veneno nacionalista,
¿quién va a pegar la copa?»
Un artículo buenísimo. Esperemos que tenga algún efecto en alguno de los ensimismados que creen que Cataluña está bajo ocupación española desde 1.714. Ojalá no sea como hablar con la pared de enfrente. MJ
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