Un clásico de la Navidad, ya publicado aquí un par de veces, con Lluís Bosch. Un maestro. Quién pillara su arte.
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Un relato que transcurre en una especie de motel de carretera de la España profunda, frecuentado por camioneros...
| «Pasé la Nochebuena de hace algunos años en una pensión de carretera. Estaba
  casi vacía. Salvo un par de camioneros, de países que antaño fueron
  comunistas, no había nadie más. Y la familia que regenta la pensión, claro,
  una madre cansada y muy mayor y su hijo discapacitado, que ejercía de
  recepcionista con una sonrisa triste. La pensión está en un lugar de la
  Meseta, azotada por el cierzo, y sobre la cual se abatía un aliento gélido y
  apesadumbrado, lleno de pena. 
  Yo iba camino de una casita que me habían prestado, en un pueblecino a mil
    kilómetros de mi ciudad. Eso sucedió hace años, en la edad de la vida cuando
    todavía me llamaban "joven". Había decidido vivir con lo mínimo, casi con
    nada. Me quise desprender de todo lo que me sobraba, y como resultaba
    difícil tirar muebles y ropa y objetos, lo que hice fue irme yo, dejándolo
    todo. Con el coche avejentado que tenía entonces me lancé a la carretera.
    Solo me llevé lo que cabía en el maletero.
 
  Quería ser pobre en una tierra de pobres, y sabe Dios que lo
    conseguí.
 
  La casa que me habían prestado era una casa casi abandonada que está en la
    ribera del Tajo, muy cerca de la frontera con Portugal. A medio camino y
    antes de llegar a Madrid, ya entrada la noche, un coche de la Guardia Civil
    me obligó a pararme, con un juego de luces multicolores.
 
  -¿Sabe usted que lleva una luz trasera fundida? -me dijo el hombre,
    bastante joven, metido dentro de un anorak que le llegaba hasta las orejas.
    -¿Va muy lejos?
 
  Le respondí con la verdad. Incluso le confesé el nombre del pueblo adonde
    me dirigía. Me faltaban algo más de 500 kilómetros, según me dijo después de
    un cálculo muy rápido. Luego se quedó en silencio, meditando, como si algo
    le hubiese ensimismado. "Conozco el pueblo", dijo. "Vaya qué casualidad. Y
    ¿que le lleva allí?".
 
  Le dije la verdad otra vez: que estaba huyendo de Cataluña y posiblemente
    de mi. El tipo se quedó pensativo de nuevo, y a mi se me hizo evidente que
    le había tocado una fibra del alma. Pero entonces hubo algo que se le pasó
    por la cabeza y le llevó a dudar. Creo que, por un instante, la posible
    simpatía dejó paso a la sospecha. Al fin y al cabo, su trabajo es sospechar.
    "Abra el maletero", dijo, ahora en un tono más serio, repentinamente
    profesional.
 
  Contempló el maletero repleto hasta arriba. Lo alumbraba con la linterna.
    Intenté mirar mi maletero con sus ojos y me di cuenta de que aquello era un
    contenedor de basura: libros desparramados, ropa en fardos mal pertrechados,
    zapatos viejos, un ordenador anticuado, y mi títere descoyuntado encima de
    todos los trastos, medio envuelto en una mantita gris con una cenefa
    roja.
 
  Su sospecha se convirtió en algo parecido a la pena. Me miró con compasión,
    creo. Cuando un hombre más joven te mira así sucede algo muy difícil de
    explicar, y es algo que solo sabe quién lo ha vivido. Quizás los emigrantes
    ilegales pueden contar eso.
 
  -Mis padres se marcharon de ahí y jamás volvieron -murmuró- Es curioso... y
    usted se va para allá...
 
  -He decidido cambiar de vida -dije mientras intentaba esbozar una sonrisa-
    Bueno, empezar otra vez. Por eso no me llevo nada.
 
  ¡Nada! Escuché esa palabra pronunciada por mis labios y avergoncé enseguida
    de haberla pronunciado. "Nada" significaba un maletero lleno hasta arriba,
    además de un coche que, por más desvencijado que estuviese, todavía era un
    coche que anda. Es muy posible que un africano, un peruano o un afgano
    tengan otro concepto de "no llevarse nada", un concepto bastante más
    ajustado al significado de la expresión. Creo que ellos son más precisos
    cuando hablan. Por eso me reí por dentro: en ese instante me di cuenta de
    que uno no se libra nunca de ciertas manías, de ciertos tics, de eso que
    llaman "cultura" y que es lo que hemos heredado de las generaciones
    precedentes. ¡Qué difícil es dejar de ser catalán! estuve a punto de
    pronunciar en voz alta.
 
  -Supongo que no pretenderá usted conducir hasta el pueblo sin parar
    ¿verdad? Con una luz fundida no es buen plan, y además seguro que otra
    patrulla le va a parar y quizás le multen... Mire, a sólo unos diez minutos
    de aquí hay una pensión. Barata, apañada. Para transportistas. Quédese a
    dormir allí.
 
  Hice lo que me había sugerido, más por cansancio que por obediencia.
    Encontré la pensión y dejé el coche en el aparcamiento junto al edificio, me
    metí un cepillo de dientes en un bolsillo y unos calzoncillos limpios en el
    otro y entré, pedí una cama y me quedé dormido al cabo de pocos minutos.
    Recuerdo que me cobraron mil pesetas. Pero no tengo ningún otro recuerdo de
    aquella noche. En mi memoria, es como si hubiese dormido en una cama que
    flotaba en una nada negra, insípida, inodora. Sabía que era Nochebuena y
    mañana Navidad, pero ese pensamiento no me inspiraba nada. Nada en absoluto.
    Solo se que floté en una oscuridad abisal.
 
  A la mañana siguiente bajé a tomar un café. El hombre estaba abstraído
    contemplando el televisor, en donde pasaban un inventario de los sucesos más
    mortíferos del año que terminaba. Cuando salí al exterior me di cuenta de
    que había algo raro en el coche. Atrapada por el limpiaparabrisas, una
    hojita de papel se agitaba con la brisa, como un insecto torpe que pretende
    volar. El cierzo había cejado. Era una nota escrita en letra azul y menuda,
    sin firma. "Debe cuidar mejor de sus cosas. El maletero estaba abierto". El
    texto de la nota quizás no es exacto, ya que no me fío de una memoria que
    jamás ha sido muy de fiar. Pero el sentido era este, exactamente este.
 
  Abrí el maletero, temiendo que lo iba a encontrar vacío. En los brevísimos
    segundos que transcurrieron mientras me precipitaba hasta la portezuela,
    intenté escudriñar dentro de mi para saber si prefería encontrarme sin nada
    -pero ahora de verdad de la buena- o si prefería conservar mis cositas. Lo
    abrí. Estaba todo ahí, tal como lo recordaba. Sólo había una única
    diferencia: la linterna del guardia civil encima del títere. Le había cogido
    las manitas y se las había puesto como abrazando a la linterna, tal como se
    abraza a un niño muy pequeño, a un perrito o a cualquier ser
    desvalido.
 
  Hoy todavía conservo el títere y la linterna».
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  La primera versión de este cuento de navidad se publicó, en el blog, en las
  navidades de 2017. La versión presente está revisada y modificada aunque los
  cambios son sutiles y parecen remitir al juego de "Encuentre las 7
  diferencias". A medida que uno cumple años, tiende a pensar que todo lo que
  acontece ya está visto, aunque siempre se puede jugar a encontrar las siete (o
  las 3) diferencias.
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me encantó cuando lo leí por primera vez y ahora me sigue gustando tanto o más. Gracias por compartir. MJ
ResponderEliminarEl tipo escribe bien, si señor.
ResponderEliminarSalut