miércoles, 20 de octubre de 2021

Delibes, Masats, el pueblo y la ciudad

Miguel Delibes hubiera cumplido el 17 de octubre ciento un años y Ramón Masats, el fotógrafo, ha llegado hace muy pocos días a los noventa, aunque es difícil saber cuándo fue exactamente su "cumple"; se ve que no le gusta mucho divulgar la fecha, quizá para evitarse coñazos y entrañables fiestecitas sorpresa.

A ninguno de los dos es necesario que se los presentemos, cada uno en su campo es muy bueno. De Delibes, ni les cuento, y de Masats quizá recuerden su fotografía más conocida: aquella en la que un curita detiene un balón en una estirada que para sí hubiera querido el mismísimo Ramallets. Hablamos de eso algunas veces en este blog (v.g.: Los seminaristas que retrató Masats). "La Fábrica" editó hace unos años las Viejas historias de Castilla la Vieja, del gran Delibes, con fotografías del propio Masats. Seleccionamos la primera de ellas, titulada El pueblo en la cara.

Teníamos el precedente de El pelo de la dehesa, de Bretón de los Herreros, aquella comedia en la que Don Frutos, rico hacendado de Belchite, llega a la Corte de Madrid para casarse con Elisa, la hija de una marquesa; la llegada de tan rústico personaje a ese lugar nos proporcionaba muchas escenas cómicas. Pero en este caso, en la historia del zagal que va a estudiar a la ciudad y los compañeros lo ningunean por ser "de pueblo" y hasta el profesor le espeta "llevas el pueblo escrito en la cara", comicidad hay poca, pero sí buena literatura.

Fotografía de Ramón Masats

«Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino de Pozal de la Culebra. Y el Aniano se vino a mí y me dijo: «¿Dónde va el Estudiante?». Y yo le dije: «¡Qué sé yo! Lejos». «¿Por tiempo?» dijo él. Y yo le dije: «Ni lo sé». Y él me dijo con su servicial docilidad: «Voy a la capital. ¿Te se ofrece algo?». Y yo le dije: «Nada, gracias Aniano». 

Ya en el año cinco, al marchar a la ciudad para lo del bachillerato, me avergonzaba ser de pueblo y que los profesores me preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo o de ciudad): «Isidoro, ¿de qué pueblo eres tú?». Y también me mortificaba que los externos se dieran de codo y cuchichearan entre sí: «¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?» o, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente: «Ése no; ese es de pueblo». Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir: «Allá en mi pueblo»... «El día que regrese a mi pueblo», pero, a pesar de ello, el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo valieran dos rectos: «Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara». 

Y, a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacía una desgracia y yo no podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos ocolorines con liga, ni que los espárragos, junto al arroyo, brotaran más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí. Y toda mi ilusión, por aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un pueblo que parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. 

Fotografía de Ramón Masats

»Y cada vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguían matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y un trapo rojo, dijeran con desprecio: «Mira el Isi; va cogiendo andares de señoritingo». Así, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el pasaje de la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después de portero en la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos.

Pero lo curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: «Allá, en mi pueblo, el cerdo lo matan así, o asao». O bien: «Allá, en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las mujeres sayas negras, largas hasta los pies». O bien: «Allá, en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón». O bien: «Allá, en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una escriña agujereada con una rama de carrasco para reintegrarle a la colmena». 

Fotografía de Ramón Masats

»Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro».

3 comentarios:

  1. Me gusta este tipo de fotos. En la biblioteca de El Carmel encontré un libro del fotógrafo en cuestión, y hay unas muy buenas.
    Salut

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  2. Buenísimo el texto y las fotos. Según pasa el tiempo, tiene menos importancia eso de ser de pueblo o de ciudad. MJ

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