sábado, 12 de enero de 2019

Savater, Vermeer y los nacionalismos

¡Ah, qué hermoso cuadro de Vermeer! Gran Uribe siempre recuerda con qué delectación nos lo explicaba el profesor Sostres en su asignatura de Historia del Arte en la Escuela de Arquitectura a finales de los años sesenta. Al releer el Despierta y lee, de Fernando Savater, nos vemos sorprendidos en las primeras páginas con un capítulo titulado "Pórtico: La tierra natal", en el que desliza una sentida descripción de La vista de Delft que compartimos totalmente.

Jan Vermeer, Vista de Delft (1660) / Museo Mauritshuis (La Haya)
«Ante él Van Gogh sólo podía exclamar: «¡Increíble! ¡Es increíble!». Todo un Marcel Proust se atrevió a considerarlo «el cuadro más bello del mundo». Se ofrece a nuestros ojos, instantáneamente enamorados, en el museo Mauritshuis de La Haya y fue pintado hace aproximadamente trescientos cincuenta años por el holandés Jan Vermeer. ¿Su tema? Una vista de la pequeña ciudad de Delft, donde el secreto y prodigioso artista había nacido medio siglo antes. Las aguas de un canal que refleja el cielo nuboso, en parte plomizo; el perfil sin estridencias ni gigantismos de los edificios al fondo, casas, pináculos, embarcaciones; las pequeñas figuras en la orilla, nítidas y modosas, destacándose merced a una raramente plácida luz amarilla, como amarillo es también "el pequeño trozo de pared" que allí obsesionaba a Proust. Ni la más mínima concesión a la estridencia o al pintoresquismo. Todo se hace familiar a la primera ojeada, como si fuese el pedazo de mundo que vemos desde nuestra ventana día tras día, hace muchos años. Pero en su plena transparencia todo es enigmático.

Fernando Savater no es Marcel Proust ni tampoco E.H. Gombrich (¡qué buena su Historia del Arte!); Gran Uribe tampoco lo es, pero ni falta que hace ser un gran novelista ni un experto crítico para disfrutar de las buenas obras pictóricas. Pero dejemos a Savater con su texto, que acaba enlazando sutilmente con uno de sus temas más arraigados: el nacionalismo.

»Sería pretencioso hasta lo ridículo por mi parte, que no soy Marcel Proust ni tampoco Gombrich, ofrecer una nueva clave conjetural de la sosegada maravilla que nos fascina en este lienzo. Ciertas cosas hay que verlas: y basta con verlas. Aunque si un amable impertinente me lo pregunta, le susurraré que Vermeer ha sabido pintar la tierra natal. No su tierra natal simplemente, sino la emoción de la tierra natal en sí misma, la suya, la mía, la de todos. El escenario de la infancia, el rincón insustituible en que se nos manifestó la vida. Algo sencillo, terrible como la fatalidad, hecho de gozo, rutina y lágrimas. Lo que el tiempo borrará sin misericordia, como a nosotros, pero lo que en nuestra memoria el tiempo despiadado nunca podrá del todo borrar. 

La habilidad del artista no se contenta con reproducir un paisaje, sino el suave cariño que despierta en nosotros su contemplación. Es el rostro manso de aquel lugar del que nunca saldremos, aunque jamás volvamos a él. Y esa emoción nada tiene que ver con las contiendas políticas ni con el orgullo patriótico. Lo malo del nacionalismo —una de las cosas malas, porque tiene muchas— es que convierte la entrañable y melancólica afición a la tierra natal en coartada de un proyecto institucional que no sabe justificarse de otro modo. Quiere degradar una forma de amor a documento nacional de identidad. Aún peor: la mirada nacionalista no acepta la tierra natal tal como es, en su limitación y su impureza reales, sino que exige su refrendo a partir de un ideal pasado o futuro que extirpe de ella cuanto no se adecue al plan preconcebido. El nacionalista no ve ni ama lo que hay, sino que calcula lo que le sobra o lo que le falta a lo efectivamente existente. En tal exigencia reivindicativa se desvanece la tierra natal, armonía sin condiciones, y nace la patria, siempre amenazada y oprimida. Aparecen sobre todo los enemigos de la patria, porque sin enemigos el patriota no se entiende a sí mismo. 

Lo que más conmueve de la vista de Delft pintada por su hijo Vermeer es que no muestra una perspectiva especialmente bella o suntuosa. Lo que ofrece es lo que es y como es, ni más ni menos, en el temblor fugitivo de la conciencia que lo acata, que no pide nada más. "Aquí por vez primera entré en la luz", parece suspirar el pintor: "Ni las sombras ni la nada podrán arrebatarme la delicia de esa aurora, limpia y pequeña". Y el milagro imperecedero es que los pinceles supieron decir mudamente "gracias" y también "bendita sea"». 

Fernando Savater, Despierta y lee; Pórtico: La tierra natal; Ed. Alfaguara, 1998

3 comentarios:

  1. Una maravilla de cuadro. Mirándolo solo vienen a la cabeza cosas bellas.

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  2. Qué cuadro tan bello y qué texto tan apropiado. Aprovecho la circunstancia para tomar buena nota del libro de Savater que citas. Gracias, GU, por tu sensibilidad.
    nvts

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