EL CREADOR DE LOS NACIMIENTOS
I
Cuando llegaba esta época, tío Aníbal aparecía por casa y tomaba posesión del gran cuarto sobrante. Mi padre le abrazaba con mucho cariño. No era su hermano; no era siquiera el marido de su hermana: era sólo el cuñado por parte de nuestra pobre madre, muerta hacía tres años. Y, sin embargo, le quería como si fuese un verdadero hermano.
Durante el resto del año parecía que tío Aníbal se preparaba para la época pascual y navideña, cuando en el cuarto destartalado y gris preparaba el Nacimiento, un Nacimiento enorme, con cordilleras, valles, ventisqueros, ríos, bosques, casitas y un suntuoso portal de Belén, en el que nacía el Niño Dios.
Era el gran preparador de Nacimientos, y durante los once meses restantes era como un poeta soñando con su poema.
Buscaba en sus visitas el sillón más horizontal, y tumbándose en él cruzaba sus largas piernas y parecía repanchingado en un sillón de dentista.
Nosotros estábamos convencidos de que siempre estaba pensando en crear Nacimientos, panoramas lejanos, sobre los que cruzaba el avión de luz de la estrella de rabo.
Eso unido al prestigio de que era nuestro único tío con barba, con toda la barba, una barba con tres ondulaciones, que la convertían en barba en cascada, nos hacía tener por él una predilección sin reservas.
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Alegoría del río Nilo o El Nilo y sus afluentes (copia romana de un grupo escultórico helenístico) / Museos Vaticanos |
Tía Blanca, que se parecía a nuestra madre y que no se separaba nunca de él, no lograba arrancarnos de los alrededores de su marido, con el que componíamos una especie de réplica al grupo escultórico clásico que se llama «El Nilo y sus afluentes», y en el que aparece un simpático barbudo rodeado de niños.
Cuando tío Aníbal miraba al techo nos imaginábamos que pensaba en el futuro sistema estelar del Nacimiento de aquel año y distribuía las constelaciones.
Tía Casilda, la otra hermana de mi madre, la viuda, no le quería bien a tío Aníbal, y un día oímos que decía:
—Aníbal es una nulidad.
Mi padre, conciliador y justiciero, replicó:
—Es buenísimo y simpatiquísimo... Lo único que pasa es que es perezoso como un poeta.
—¡Y cómo sabe hacer Nacimientos! ¿No es eso un mérito? —preguntó Pepe, el más niño de nosotros.
Mi padre sonrió, y con cierta sorna dijo dirigiéndose a mi tía Casilda:
—¿Y eso? ¿Te parece poco? Es el gran poeta de los Nacimientos.
Ahora que lo recuerdo en lo remoto, me parece que tenía hasta un poco de melena para ser más y mejor el poeta de los Nacimientos.
El caso es que al llegar esta época recababa toda su autoridad en la casa y venía cargado de paquetes y con grandes rollos de cartón y de papeles de colores.
Dos o tres días se quedaban a comer en casa él y su mujer, porque en su casa no le esperaban los niños, ya que no había tenido descendencia.
—¿Cómo va eso? —le preguntaba mi padre.
—Hasta el día de Navidad no podrá saberse.
Nadie podía entrar en el cuarto del Génesis, y cuando se iba se llevaba la llave.
Sólo por el montante que tenía la puerta en lo alto se podía haber sorprendido el secreto, pero no nos atrevíamos nunca a acercar a la puerta esa mesa que con una silla encima permite que los niños sepan lo que sucede detrás del cristal de las banderolas.
A lo más, mirábamos desde abajo la opalescencia que iba apareciendo en el alargado ventanillo, como si el alba de Oriente fuese despuntando por allí arriba, según se acercaba el día de Nochebuena.
El tío Aníbal traía hasta elementos de instalación eléctrica, y veíamos los relámpagos de la gestación de aquel mundo en miniatura.
Alguna vez, al abrir la puerta, se le divisaba como un Gulliver en el país de los enanos, subido a la pradera de musgos que era el altar del Nacimiento, y su gran estatura, abierta en tijera, era como una sombra gigantesca.
II
El día de Nochebuena, llegado el atardecer, se abría la puerta del cuarto del misterio y penetrábamos todos detrás de tío Aníbal.
¡Aquello era prodigioso! Aquel año había logrado la estrella errante, que se movía desde el lejano horizonte hasta el portal del establo divinizada con lenta marcha de lazarillo de Reyes.
Nadie como él para hacer ríos de espejo —espejos de criada, de los que hacen muchas aguas—, y era un maestro en nieves y escarchas, que lograba con sal y talco.
Todo el ancho y alto horizonte era azul con estrellas de plata y oro, y en su colina estaba el molino, con servicio de agua auténtico, en combinación con un surtidor continuo, siendo el misterio del panorama la casita con luces adentro, sola en la espesura, como posada del caminante extraviado.
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Ilustración del cuento El Creador de los Nacimientos ((Ramón Gómez de la Serna) / A.R. |
Las lavanderas estaban en su sitio, como lavando con urgencia en la noche.
—¿Y los comilones de gachas?
—Aquí.
Y se veían los pastores glotones y un poco incrédulos, que sólo gracias al aviso del ángel abandonaron su sartén y se dirigieron al portal.
—¿Y la que lleva huevos?
—Aquí.
—¿Y el que le regala un pavo?
—Allá.
—¿Y el viejo con el saco de harina?
—Junto al castillo.
Y así le llenábamos de preguntas, y él no escatimaba las respuestas.
—Habían venido otros niños para ver nuestro Nacimiento, y ante todos se movía como un semidiós el tío Aníbal, radiante de haber logrado un año más aquel milagro de superación.
¡No hay nadie como Aníbal para crear un paisaje inolvidable! —decía su mujer, que le admiraba ese día más que nunca.
Mi padre le abrazaba y le decía como si le felicitase por haber cumplido la gran misión:
—¡Chico, estupendo!
Y era verdad. Todos parecíamos asomados a las ventanillas de uno de esos trenes que pasan por un puesto de la sierra y ven en lo bajo lo que entonces también llaman «un paisaje de Nacimientos».
Después de la primera emoción proponíamos encender las velas, y lentamente íbamos poniendo fuego a los palitos nuevos de las cien velillas distribuidas en vegas y desfiladeros.
Era un momento trascendental, como de alumbramiento de un nuevo año o de una nueva era, y cuando estaba todo encendido se apagaba la luz eléctrica, y entonces ya éramos nosotros mismos como figurillas de barro que entraban en la realidad de aquel mundo disminuido y parpadeante. El Portal de Belén resplandecía con sus candelabros de varios brazos, y una nota conmovedora del sentido escénico de Tío Aníbal era que el Niño Dios no aparecía hasta las doce de la noche, pues lo guardaba en el bolsillo hasta esa hora, que señalaba el verdadero natalicio.
Mientras nosotros jugábamos al borde de la superrealidad del Nacimiento, tío Aníbal, satisfecho, como si hubiese realizado su ensueño de todo el año, se sentaba en una silla y contemplaba con los ojos entornados y acariciándose la barba su obra miniaturesca y magna. Tía Blanca acercaba otra silla a la de él, y reclinándose en su hombro, contemplaba con sin igual deleitación el panóptico, como si la maternidad de ella y la paternidad de él se sintiesen colmadas y satisfechas.
III
Después de los años de Nacimientos sobrenaturales, vino el año estéril, con un Nacimiento hecho de retazos del último Nacimiento y con el musgo cuarteado, pues sólo el tío Aníbal sabía preparar las praderas compactas con ese pelo de las piedras que es el musgo, siempre con algo de bisoñé.
Nuestro padre había querido imitar la obra de tío Aníbal, pero no lo había podido lograr, porque el poeta de los Nacimientos tenía inspiración y numen.
¿Qué había pasado con tío Aníbal, que no iba ya por casa y parecía haber sido ascendido a constructor de paisajes suizos en remotas tierras? ¿Es que la muerte de tía Blanca le podía haber apartado así de sus sobrinos?
A través del siguiente año nos fuimos enterando de algo de lo que había sucedido. Eran noticias vagas, que no tuvieron su comprobación hasta una tarde calurosa de mitad de verano. Todavía estaba su fotografía en el portarretratos que tenía mi padre frente a su mesa.
Tía Casilda había llegado muy sulfurada y vimos cruzar por el pasillo el vaso de agua fresca que necesitaba su sofoco.
De pronto oímos la voz un tanto encolerizada de nuestro padre, que gritaba:
—No, no... Casilda... ¡No hagas eso!...
Nos acercamos a la puerta del despacho y vimos que nuestros padre quitaba de manos de tía Casilda, como si fuese un puñal, el manguillero de la pluma que usaba corrientemente.
—¡Ese retrato que has rayado me pertenece!... Con los retratos de Aníbal que tú tengas puedes hacer lo que quieras.
Después vimos que nuestro padre cubría con papel secante el retrato de tío Aníbal, como practicándole una primera cura de urgencia.
A la criada, que volvía con el vaso de agua vacío, le preguntamos:
—¿Por qué ha hecho eso tía Casilda?
—Porque tío Aníbal se ha casado de nuevo y dice que por eso ya no es pariente suyo.
Nosotros sabíamos que era un odio de antes, ese odio a tío Aníbal, y no la quisimos besar al irse, porque había herido para siempre, como una navaja de afeitar, el rostro pálido y barbudo del poeta de los Nacimientos, sin que hubiese valido nada más que para borrar la tinta la rápida intervención del algodón del secante.
¡Con qué asombro los tres hermanitos, sigilosos, nos asomamos al despacho en cuanto amainó la cuestión y fuimos directos al retrato de tío Aníbal, comprobando el atentado de tía Casilda!
En la confusa apreciación infantil de los hechos comprendíamos que había estado mal olvidar a aquella segunda madre de nuestra niñez, pero un creador de Nacimientos, con aquella barba neptúnica, no podía quedarse solo; necesitaba otra señora que le acompañase en sus largos éxtasis, mientras soñaba los países de su creación, los futuros Nacimientos, que seguramente hacía ahora para otros niños, ya que a nosotros, por aquella arbitraria hostilidad familiar, no se atrevía a visitarnos.
Por el teléfono de la infancia le hubiéramos gritado muchas veces:
—¡Tío Aníbal! ¡Tío Aníbal! ¡Poeta de los Nacimientos, ven!
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Genial ¡
ResponderEliminarBuena Navidad ¡
Salut
Me encanta esta historia de Gómez de la Serna, tan bien contada. Me recuerda mucho a los pesebres que se hacían en casa en mi infancia.
ResponderEliminarMuchas gracias
F.G.
Una historia preciosa. En casa también se montaban unos nacimientos que nos parecían muy bonitos. MJ
ResponderEliminar¡Qué maravilla de cuento! Has hecho bien en reproducirlo entero porque tiene misterio y magia, con un drama no demasiado explicado. No le falta de nada. Deseando estoy que expliques el Belén de la calle Muntaner, porque era toda una aventura. No te olvides del papel de Tirano (nuestro padre) que, como ingeniero que era, no descuidaba nunca los efectos de perspectiva y armaba el substrato de todo el tinglado con papel de embalar, corcho, musgo y arena...
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